Desempleada, solterísima y con los salarios producto de recitar "Thank you for calling Bodog wagering, my name is Andrea, may I have your account number, please?" un promedio de 6048 veces, este es el relato de una mujer de 30 años, quien un buen día decidió iniciar un periodo dadaísta en su vida y subirse a un caballito de madera solo para balancearse un rato sin llegar a ninguna parte, bajo la filosofía de Charlie García: "La vida es disfrutar el paso del tiempo".

lunes, 5 de diciembre de 2011

¿Quién quiere ser millonario?

Usted recibió 900 mil dólares por:
A) Unos confites que mi tata no se comió al final.
B) Por hacerle un favor a un compa.
C) Porque soy un corrupto.
D) No me acuerdo.
B, respuesta definitiva.
Posiblemente José María Figueres, para llegar a tan preclara explicación después de 7 años (en el concurso ya le hubieran sonado la chicharra) usó todos los comodines: la llamada telefónica a un asesor de imagen, el 50/50 para que se la dejaran más fácil (luego de ser enterrado 15 minutos como parte del entrenamiento en Westpoint uno puede perder la memoria) y la ayuda del público, que seguro le recomendó llorar para que todos exclamáramos con el indulto absoluto y por antonomasia de Tiquicia: “¡Pobrecito!”
Esa es la triste historia del primer exiliado en años del país. Moraleja, niños, moraleja: no le den consejos a nadie si ofrece darles 900 mil dólares a cambio, porque puede uno terminar con que no le dirijan más la palabra sus vecinos suizos (que suelen ser tan cálidos que aquello parece la serie de televisión El Barrio) y sin comerse un tamal en años. La tragedia.
Caudillismo del siglo XXI. ¿Quiere ser millonario? Primero, busque tener un apellido famoso, porque de otra forma no será usted la mente más rápida. Cada pueblo tiene a los gobernantes que se merece y, en este, la historia más reciente ha demostrado que ese es un requisito indispensable. En este país la democracia se ha convertido en un circo cada cuatro años. El resto del tiempo basta con hacerse un nombre, tipo la publicidad por posicionamiento. ¿Una marca de cerveza? Imperial. ¿Una de salsa inglesa? Lizano. ¿Un presidente? Calderón, Figueres o Arias. Yo a veces me lamento de tener unos apellidos tan corrientes y poco célebres, porque en este país basta con tener un nombre reconocido para que las puertas se abran, como si fuera una contraseña al poder. José María llegó a ser presidente por ser hijo de quien fue. Y Calderón también. Y Pacheco porque salía en tele. Y Rodrigo Arias se emociona todo porque está bendecido desde la pila bautismal ahora. Hay que tener nombre y ser de la argolla. Sólo así se logra, ya no se vota por partidos políticos, ni por ideologías, ni menos por integridad. Y por eso es que estamos condenados a repetir los mismos errores una y otra vez, como una mala película que sigue en cartelera porque a nadie se le ocurre poner otra. Si José María vuelve a Tiquicia al mejor estilo de El Regreso a comerse el tamal y se le mete la ventolera de ser reelecto, como le pasó a su contemporáneo generacional de la otra acera, alguien fijo le va a dar pelota inspirado en glorias del 48 y porque, seguramente, se beneficiará de una de las frases más conformistas que se han escrito en la historia de la humanidad y que muchos siguen esgrimiendo como un argumento incuestionablemente válido: “Mejor malo conocido que bueno por conocer”. Aquí lo que importa es el nombre. Como dice Umberto Eco al final de su novela El nombre de la rosa: “De la rosa solo queda el nombre”. Si se es una rosa blanca, roja o podrida, da exactamente igual: se sigue siendo rosa.
Memoria de teflón. ¿Quiere ser millonario? Si ya cumplió con el primer requisito y se lo llevó un tren por delante (errores cometemos todos, ¿o no les ha pasado que casi un millón de dólares los atropelle?), no se preocupe: aquí después de siete años nadie se acuerda de nada. Cuando dicen que Costa Rica es el país más feliz del mundo, se me viene a la cabeza Erasmo de Rotterdam y el Elogio a la locura. En Tiquicia tal vez la gente no perdona, pero sí olvida, lo cual pragmáticamente viene a ser mejor. Hasta hoy nadie se acordaba de José María Figueres, ni de su exilio (seguro que en España ha de ir a un grupo de apoyo con las víctimas del franquismo). Ahora las redes sociales están caldeadas con docenas de voluntarios que, para su última cena, se ofrecen a cocinarle un tamal antes de que lo quemen en el estadio nacional (que no se cansan de estrenarlo). Pero esperemos a que pase Navidad y que el rompope haga su alzheimer y podrá llegar al Juan Santamaría sin que nadie lo reconozca. Y podrá reinventarse de nuevo, surgir de entre las cenizas y ya lo veremos, en la versión 2.0, como empresario, asesor internacional o hijo pródigo de Liberación Nacional, pero siempre en las grandes ligas.
¿Quiere ser millonario? Si no cumple con lo anterior, no queda más que irse al programa, donde lo logrará con la humilde suma de 15 millones de colones... No son 900 mil dólares, pero no se queje: al menos puede comerse un tamal e ir a La Sabana, porque no todos tenemos la Lucha o dónde caernos muertos. Pero diay, está tuanis la jugada en el país más feliz del mundo. Yo ya estoy haciendo fila frente a canal 7.








jueves, 1 de diciembre de 2011

Santa Claus no existe

Santa Claus no existe. Si usted fue un niño(a) bueno(a) todo el año y está esperando un regalo tan material como todo lo perecedero en este mundo, queme su carta. O si quiere seguir siendo bueno, recíclela. Porque ese viejito, gordito y fetichistamente rojo, dulce por todo el azúcar de la Coca Cola que lo creó, es solo leyenda de marketing. Es un hecho.
Sin embargo, todos hemos terminado por aceptar su presencia y mea culpa: yo tengo fotos con Santa ya adulta en un mall y aquí en mi casa hay uno que baila Jingle bells rock. Al menos, tiene rostro bondadoso y hace que, por una vez al año, estar pasado de peso y ser adulto mayor sea algo chiva.
El acabose se transmitió el 1 de diciembre a las 4 de la tarde por Teletica, con una película titulada Una Navidad genial. Jesús, a este paso, no creo que quiera venir una segunda vez: en esta aberración de producción gringa pop, Santa Claus es un hombre de negocios (cincuentón y atractivo según los estándares del botox), de traje entero, que reparte regalos en un convertible rojo último modelo en compañía de una adolescente rubia más vacía que una muñeca Bratz. ¿Perdón???
¿Que ya no les basta? Excelente forma de empezar el mes de diciembre. Ya no les basta con corromper el verdadero sentido de la Navidad con un Santa Claus importado. Ahora, para ser bueno y traer paz al mundo, se debe tener un look a lo Donald Trump si se es hombre y, si se es mujer, se debe vestir uno con un vestido rojo intenso y ser rubia, como la señora Claus, quien al final de la película recibe a su exitoso marido con un abrazo que presagia sexo navideño. ¿Son estos los valores que inculca canal 7 a las 4 de la tarde empezando diciembre? Me ahuevás.
Yo no soy católica, ni siquiera cristiana. Tampoco fui una buena niña este año para andar tirando la primera piedra. Pero me indigna profundamente cómo los valores de una religión se han distorsionado por un materialismo que ha llegado a este punto. Yo creo que las creencias se respetan, desde todos los puntos posibles, y este tipo de programación, que es lo más alejado a los valores de humildad que predicó Jesús, en un canal que justo después de este esperpento fílmico pone un contradictorio Ángelus, no tiene nombre. No se trata de ser moralistamente utópico, ni convertirse en el Grinch criollo, ni ser más papista que el Papa. Si en muchos hogares del país hay un portal y arriba cuelgan unas botas rojas, jo jo jo: los tiempos cambian. Pero es que convertir esta época en una navidad de Barbie y Ken, cuando ya se ha corrompido tanto, y ponerlo en horario infantil no me parece algo ajustado a una responsabilidad como comunicadores.
Mi chiquito, apague el tele. Por supuesto, no creo que muchos adultos tengan tiempo a las cuatro de la tarde para ver una película destinada a un público infantil, como yo, que en retroceso a los 80 estaba esperando Los pitufos. Y por ahí, confiados en la niñera por excelencia, dejaron a sus hijos ver una película que ha debido pasar todos los controles para obtener el título de Para todo público.
Por supuesto, no tiene violencia explícita, ni sexo, ni malas palabras. Lo que me cuestiono es si esos programas son realmente el problema. Los niños generalmente saben que no se miente, que no se mata, que no se roba. Los mandamientos los tienen más fresquitos que nosotros muchas veces. Pero los niños no perciben actitudes igualmente dañinas como el materialismo o como los estereotipos absurdos de perfección. Y es por ese afán de consumismo desesperado y por esos estándares inalcanzables de belleza que la gente roba, que la gente mata, que la gente miente. Esa es la raíz de todos los males. Si un asaltante hace un bajonazo, pistola en mano, es porque, entre todos los problemas psicosociológicos que carga, lo que quiere, al fin de cuentas, es eso: dinero que le permita comprar esas cosas materiales por las que la humanidad delira. Y, si de verdad no es tan consumista, al menos no morirse de hambre, mal que fácilmente se solucionaría con un poco más de solidaridad en vez de estar pisoteándose por un nuevo celular en viernes negro.
Santa Claus no existe. Quizás este mundo se ha vuelto tan distorsionado que incluso ya no haya espacio para él si no viene vestido de Armani, manejando un convertible rojo y coordinando la entrega de regalos desde un Android. O al menos, por un par de horas, a Teletica le pareció así.
¿Santa???????

viernes, 4 de noviembre de 2011

Bienvenidos a los Balcanes

La primera novela que escribí (oh, sí, hay novelas mías, pero posiblemente nunca verán la luz de la publicación, hasta que muera, como Kafka) estaba inspirada en la guerra de los Balcanes. Escrita en un cuaderno Mead de 70 páginas (a mano, naturalmente, porque en esa época solo los ricos tenían compu), estaba inspirada en la foto de un soldado joven, enfrente de una tumba de otro igualmente joven, que recorté del periódico. Ya ni me acuerdo muy bien de qué iba, pero giraba en torno al sin sentido de las guerras. Para mí, dentro de miles y miles de años, cuando las futuras generaciones estudien este período de la historia, se preguntarán tres cosas: por qué había guerras, por qué la gente se moría de hambre y por qué las mujeres usaban tacones altos. 
En un viaje de esos maratónicos en tren, desde Sofía hasta Skopje, pasando por Serbia (léase como 14 horas compartiendo un vagón) entablé una rápida amistad con una chica islandesa, de nombre impronunciable (de veras, era IMPRONUNCIABLE). Por fortuna, había contado con unos padres con el suficiente sentido común internacional como para ponerle un segundo nombre muchísimo más sencillo de recordar: Yr.
En fin, aparte de contar ambas con una sed insaciable por conocer el mundo, uno de los aspectos en común que encontramos es que, tanto Islandia como Costa Rica, carecen de ejército, pero a las dos nos llama poderosamente la atención visitar lugares que hayan pasado alguna vez por una guerra. Seguramente, porque a uno como ser humano le suele interesar lo diferente y muchas veces funcionamos por algún magnetismo de curiosidad opuesto, nosotras, que vivimos en  países donde, a lo sumo, la única guerra que ha tenido éxito ha sido la de las galaxias, estamos medio obsesionadas por visitar sitios que se han teñido de sangre. De este modo, aparte de mis peregrinaciones por lugares emblemáticos de la Segunda Guerra Mundial, en este viaje tengo como imperativo histórico-social sumergirme en los Balcanes y conocer más de cerca estos países que solían formar parte de la extinta Yugoslavia y que, hoy día, son un saco de naciones que en los 90's nos llegaban hasta América acompañadas, invariablemente, de malas noticias.
Eslovenia

Aunque evidentemente, por el momento, no me adelantaré a los hechos, he de recomendar desde ya, para que cualquier lector que tenga la suerte de venir por estos lados no lo deje pasar, que visitar los Balcanes es, sin duda, una experiencia que te marca la vida. O al menos, para mí, así lo fue: si ya desde antes, viniendo de un país sin ejército, las guerras me parecían la cosa más absurda del mundo, después de mi recorrido por dos meses en la zona, debo decir que luego de conocer a la gente que conocí, que es sólo la punta más diminuta y minúscula del iceberg de experiencias personales que se pueden conocer, CUALQUIER argumento, por muy elaborado que sea, que intente justificar un conflicto bélico de cualquier índole, es 100%, TOTAL, ABSOLUTA, COMPLETA E ÍNTEGRAMENTE INSOSTENIBLE. Porque es en los Balcanes donde conozco a gente que es de la más cálida, amable y humana que haya tenido la fortuna de encontrarme y simplemente NO ME CABE en la cabeza cómo personas tan simpáticas, ya sean serbios, albano-kosovares, bosnios, croatas, macedonios, montenegrinos o eslovenos pudieron haberse masacrado unos a otros y aún, hoy por hoy, odiarse. 
Si hay sitios donde uno debe ir a aprender de la vida y de las relaciones humanas, los Balcanes es, indiscutiblemente, uno de ellos. Comprendo que estando en Europa sean mucho más llamativos países como Francia, Italia o España. Es mucho más bonita una foto al lado de la torre Eiffel o del Coliseo que una en las calles de Sarajevo, llenas de huecos de bala, o de Belgrado, que es una de las ciudades más feas que haya visto en mi vida. Incluso, yo misma lo hice así: primero visité todas esas atracciones de postal y dejé estos países "de segunda categoría" para expediciones menos prioritarias. Sin embargo, por muy poco glamorosas que sean estas ciudades, las personas que transitan por sus avenidas heridas son, verdaderamente, biblias sobrevivientes de genocidio. Todos tienen una historia qué contar. Y aunque no siempre querrán decírtela (porque al menos yo no tengo tanto instinto periodístico voraz como para andar acosando a desconocidos con preguntas), mínimo te dejarán una calidez humana tan conmovedora que te hará preguntarte cómo se han podido matar entre ellos. 
No obstante esta introducción a los Balcanes, mi primer contacto con la zona es bastante insípido y fugaz: una visita relámpago a Ljubljana, capital de Eslovenia, cuyo nombre, hoy por hoy, no me he aprendido y de hecho, mientras escribo estas líneas, he tenido que googlear. Vaya, partamos desde allí: Roma, París, Londres... Todos nombres fáciles de escribir y recordar, pero Eslovenia tiene una capital de nombre inmemorial. Ya desde que hace uno la reserva para viajar, tiene dudas de si el destino que escribe es, efectivamente, el correcto, y no existe garantía de que uno no terminará en una dimensión medieval, de cuento de hadas, con un dragón poniendo el anhelado sello de que, por fin, se abandonan los estados Schengen.
De hecho, el casco antiguo de la capital cuenta con un puente custodiado por un cuarteto de dragones, que se yerguen inmortales sobre sus bordes de piedra, mostrando a los transeúntes su dentadura estática.
Yo, junto a uno de los dragones

Garra en detalle

En fin, más allá de cualquier alegoría ficticia, mi paso veloz por Eslovenia obedece a que es un estado Schengen que se atraviesa en mi camino hacia Croacia, y como me parece un crimen pasarle olímpicamente por encima sin ver un carajo, decido detenerme allí al menos un día para ver qué tal.
Sin embargo, la experiencia, por andar con estas prisas, me parece incompleta. Con poco tiempo para encontrar couch, me instalo en un hostal. Según mi estilo de viaje, ya desde que me tengo que quedar en un backpackers, la vara pinta aburrida (aunque he de decir que es uno de los mejores en los que me he quedado).  Aparte, por la premura del reloj, solamente me limito al recorrido básico de la ciudad vespertinamente un sábado, que termina pasado por agua y me arrincona, a las seis de la tarde, en mi habitación. No es un inicio alentador para la zona: odio esos viajes tipo Inter Rail-1-pase-30 países, que consisten en poner una pata en una ciudad, bajarse unas horas y seguir despichado para acumular todos los I was here posibles.
No conozco a nadie y no me sucede nada de interesante, ni siquiera un episodio como el del baño por 50 centavos de euro en Liechstentein. Un paseo de unas pocas horas, cruzando varios de los puentes que dividen a esta, una de las capitales más pequeñas de Europa (300 mil habitantes), un cigarro en la plaza de la República, donde se anunció la independencia de Yugoslavia en 1991, un par de bodas, un desfile de autos antiguos, callejuelas encantadoras y pare de contar. 


La Plaza de la República, donde se anunció la independencia de Yugoslavia


Callejón con gato rosado y gigante

Una boda...

Algunos considerarán un viaje así como exitoso: un hostal bastante decente, una visita al casco antiguo de la ciudad, tomarse algunas fotos trilladas y NEXT! Pero qué va... Yo ocupo una mayor variedad de personajes, incidentes inesperados, aprender a decir "gracias" y "salud" en el país en donde estoy, perderme, enamorarme efímeramente quizás, y dejar un pedacito de mí extraviado en las calles que recorro. No me gusta la premura de beberme un país de un trago, sin catarlo, y aunque sinceramente no es Eslovenia un lugar que en algún momento haya llamado poderosamente mi atención, estoy segura que tiene muchísimo, pero muchísimo más que ofrecer que un casco antiguo de ciudad y una lluvia capaz de competir con las tropicales que me han bañado toda la vida... De modo que, si a eso le sumamos que todo sale bien, sin ningún sobresalto, ya ni se me ocurre qué más escribir sobre Eslovenia...
Así que, para no dar una primera impresión errada de los Balcanes con los pormenores de un país al que solo le conocí la puntita capitalina, dejo una de las entradas menos logradas del blog hasta aquí. Pero se pondrá mejor... Al chile.

martes, 25 de octubre de 2011

Innsbruck noch ein mal

Contaba los días. Deseaba con todas las ganas regresar. Estar rodeada de nuevo por esas montañas imponentes, de rompecabezas de Milton Bradley. Una ciudad encallada en el útero de cordilleras de topes nevados, ni muy grande ni muy pequeña, de tamaño justo, con ese alemán flotando por sus calles y que yo casi ni entiendo, pero que me gusta casi tanto como le pudo haber gustado al mismísimo Goethe. Austria, el país que posiblemente me ha encantado más en este viaje. El Tirol, una de las zonas más hermosas que haya visto en toda mi vida. Innsbruck, una de las ciudades de las que guardo los mejores recuerdos de estos años nómadas y dadaístas.
Pero sobre todo, lo admito: deseaba regresar para estar de nuevo con él. Ese él que no sos vos, por supuesto, pero que es un él al fin y al cabo. 
Aunque estoy más que habituada a llegar a aeropuertos, puertos, centrales de buses y estaciones de tren sola, sin nadie que me espere, por muy excitante que parezca JAMÁS, NI REMOTAMENTE se compara a la emoción de bajarse sabiendo que alguien, a quien no has visto en un tiempo, espera allí por vos. Descender del vagón no buscando con la mirada el puesto de información más cercano, si no los brazos de alguien que anhela estrecharte entre ellos. La soledad llega a doler a veces... Podés estar en el sitio más alucinante del planeta Tierra, pero si no hay alguien con quién compartirlo no será ni la mitad de lo maravilloso que puede llegar a ser... Lo juro como que me llamo Andrea.
Y es que lo reconozco plenamente: yo no soy una mujer independiente, fuerte, autónoma, valiente y libre. Apenas y estoy aprendiendo. Estoy aprendiendo y me cuesta un montón, con costos y soy una estudiante mediocre, que pasa raspando las pruebas que se cruzan en su camino. Y aunque tengo plena consciencia de que soy muy, muy afortunada de vivir el sueño de muchos, que deliran con viajar solos, encontrarse a sí mismos, hacer lo que les dé la gana sin deberle explicaciones a nadie y embriagarse de libertad, en realidad no era este mi escenario ideal. Sí, ya sé que suena súper tuanis, de vanguardia, aventurero esto de mochilear en solitario. Pero a mí a veces me cansa. Puede ser excitante por un tiempo, pero llegarán los momentos de vacío, de nostalgia, de soledad. Es como sentarse a la mesa con un banquete enorme, una mesa larga y cargada de manjares, y comérselos todos uno solo, hasta empacharse, hasta caer en la gula, hasta sentir ganas de vomitar. Un egoísmo asqueroso. Como Adán teniendo el Edén para sí solo... Así hasta el paraíso puede volverse aburrido. 
Yo, si viajo sola, es porque no he encontrado aún el alma gemela que realmente quiera vivir al tope. Mucha gente suele decir: "Qué dichosa, todo lo que estás conociendo, haciendo, viviendo... Algún día haré algo así también", o "Llevame en la maleta", o "Esa hijueputa Cow que suerte tiene, viaja un montón, ya quisiera yo...". Pero lo cierto es que, desde mi punto de vista, cualquiera puede ser la Cow y acompañarme en estos trotes si realmente lo desea tanto como yo. Lo que sucede es que muchos posponen esos sueños de aventura porque esperan las condiciones perfectas. Yo, después de un tiempo de tres años de pausa, en los cuales estuve esperando a que el viento soplara totalmente a mi favor solo para darme cuenta de que difícilmente llegaría a ser así, un día recibí la patada decisiva para salir de mi zona de confort y decir: "No estoy dispuesta a esperar más por las condiciones perfectas. La vida está hecha de tiempo y el tiempo no espera, si no que se gasta con cada minuto que pasa. Si me tocó este mazo de cartas, juego con lo que tengo y ya está". Por eso viajo todo lo que puedo, aunque sea sola. Pero en realidad, cómo me gustaría compartir este mundo de mil sabores con un hombre al que ame con locura...
Y aunque me he reecontrado con amigos y he hecho nuevos, de modo que he podido compartir estas jornadas con compañeros que han estado ahí conmigo buena parte del tiempo y que han sido, sin duda alguna, una bendición, a Innsbruck llego con un fin específico y claro: encontrar a Johannes al bajarme del vagón del tren. Es cierto: amigos no me han faltado desde que salí rumbo a Salzburgo un par de meses atrás. Ni tampoco labios qué besar, puesto que no solo de pan vive el hombre y menos, mucho menos, la mujer. Pero, a pesar de  quienes me han acompañado en mi recorrido estos meses, es solo con Johannes con quien he sentido al menos un sorbo de ese vaso de agua que anhelo con todas mis fuerzas... Aunque efímero, es lo más cercano a una relación que he tenido en mucho tiempo. Alguien que cuide de mí. Alguien que me dé la mano. Alguien que me abrace cuando duermo. Alguien que espere por mí en la estación de tren. 
Y efectivamente, cuando me bajo, ahí está, con sus ojos de niño y sus manos de granjero, esperando a la misma chica de Costa Rica que dos meses atrás tocó a la puerta de su casa cuando volvía de unas clases de turco a las cuales, por cierto, después nunca más regresó.
En realidad, esta segunda venida al Tirol no pienso invertirla en montañear como la vez anterior. Lo único que se me antoja es lavar ropa, fumar en la hamaca del patio y quedarme dormida a su lado viendo una película en su habitación, desde donde se miran los Alpes como en el rompecabezas de 3000 piezas que nunca llegué a armar y que se empolva con los adornos de Navidad en la parte superior del clóset, durmiendo el sueño de los justos. En cuanto a la Cow, solo patenta tomar su baño bimestral y secarse pacíficamente en el balcón.
La Cow toma su baño bimestral

Y suerte que mis planes son así de simples: a la mañana siguiente, cuando me despierto, me doy cuenta de que una cuarta parte de mi cuerpo no se puede mover. Ha de ser el estar cargando con la cruz de la mochila todo el tiempo, o que el frío se ha colado junto con el gato por la ventana entreabierta del balcón durante la noche y me ha hecho daño, pero el caso es que el hombro derecho se ha revelado contra mí y cada vez que intento moverlo, me reclama con un dolor tan intenso como hace años no lo siento. ¡Qué MIERDA!!!!! Tan sólo dar media vuelta en la cama es una tortura china. Apenas y me puedo mover. 
Lo que más me preocupa es que no cuento con mucho tiempo para recuperarme. He llegado aquí con el mes de junio y en cinco días, así sea reptando, tengo que cruzar la frontera hacia Croacia cueste lo que cueste, porque mis tres meses en el área Schengen se agotan inevitablemente. ¡Benditas fronteras estas, que no existen cuando de verdad se las ocupa! Hubiese bastado, en tiempos menos evolucionados, con solo cruzar desde Alemania a Austria y listo. ¿CÓMO CARAJOS SE SUPONE QUE VOY CARGAR YO CON UNA MOCHILA DE 16 KILOS Y OTRA QUE PUEDE PESAR UNOS 5 CON EL HOMBRO ASÍ DE JODIDO? ¡Maaaae!
En fin, dentro de todo tengo una suerte, ciertamente, enorme: de todos los sitios donde podía enfermarme o lesionarme, estoy en el indicado. Johannes es estudiante de medicina, así como sus dos compañeros de casa, Nacho y Vanesa, de modo que por fortuna estoy en buenas manos. De este modo, es Johannes quien me receta baños calientes y quedarme en cama el día entero, envuelta con dos suéteres de oso suyos y una bufanda con la cual me ahorcaría si esto me hubiese sucedido en Lituania, por ejemplo, donde no tenía a nadie. Sí, dentro de todo, tengo suerte, aunque estar en el sitio más tuanis de todo el viaje y a la par de un mae guapísimo sin poder moverme no es, precisamente, el paraíso orgásmico que en un inicio había pensado.
Johannes tendiendo mi ropa porque ni me podía mover... La Cow, mientras tanto, se dedica a secarse


Así, mis tres días en Innsbruck transcurren tranquilos y zurdos. Duermo por horas en la cama enorme y confortable de Johannes, mientras él estudia en el primer piso, puesto que en unas semanas tendrá examen de toda la materia del año y eso son muchas arritmias, huesos y síndromes que aprenderse. En la noches, Nacho y Vanesa, o una pareja de couchsurfers griegos que ha emigrado por la crisis y que busca hacer una nueva vida en Innsbruck, cocinan una cena deliciosa, la cual me veo obligada a comer haciendo malabares con el tenedor torpemente dirigido por mi mano izquierda. De las tres parejas que estamos en la casa, solo Johannes y yo tenemos pereza de cocinar, de modo que la última noche comemos unos combos de McDonald's que él va a traer en bicicleta.
Johannes... ¡qué mae, señor! Un partidazo sin duda alguna: inteligente, simpático, guapo, alto, amable, un caballero completo, con unos ojos infantiles de los más hermosos que haya visto, con sus manos gruesas y grandes dentro de las cuales me gusta perderme, estudiante de medicina, un mae que ha viajado el doble que yo y que planea seguir haciéndolo, con una casa amplia y hermosa desde la cual se pueden ver los Alpes, y para poner la cereza en el pastel, austriaco con ese acento tirolés que cada vez que me dice "bitte" me calienta a mil. Y aunque los días que paso a su lado son un regalo y los disfruto al máximo a pesar de mi movilidad limitadísima, aún así, yo pienso estúpidamente que NO sos vos. Igual, Johannes es más joven que yo y siento que, aunque nuestros caminos coincidan a veces, no será el hombre de mi vida puesto que me atengo firmemente a la teoría de que el que con niños se acuesta orinado amanece, sobre todo cuando se trata de los hombres, que maduran tan ridículamente lento que uno se cansa de esperarlos a que se bajen del tobogán para, por fin, ponerse a jugar cosas más interesantes de gente grande.
Y de este modo, cuando gracias a los cuidados de mi médico particular austriaco (pero temporal al fin y al cabo), me recupero justo a tiempo para partir velozmente hacia Eslovenia, con la no schengueada Croacia como meta final, me marcho. En un inicio, había pensado irme con Johannes a mochilear por África a finales de agosto: la boda en Mozambique de mi amiga del alma, Ivana, y la pasantía en un hospital de Zambia en la cual él patenta invertir parte del verano (le obsesiona la malaria) nos habían dado la excusa perfecta para vernos de nuevo. Sin embargo, mi presupuesto que agoniza poco a poco me imposibilita viajar hasta allá y, con el dolor de mi alma, he cedido mi puesto como madrina de boda, y mi mochila se ha resignado a recorrer únicamente territorio europeo hasta nuevo aviso. 
Y así, otra vez, en una estación de tren, me despido de un hombre más. No sé por cuántas más tendré que pasar hasta encontrar unos brazos que me amen lo suficiente como para no dejarme ir. Hoy por hoy, dudo que los llegue a encontrar. Conforme pasa cada día, creo menos y menos en el amor; tal parece que me estoy convirtiendo en piedra yo también. Quizás este viaje, efectivamente, tiene como propósito principal lo que en un inicio había pensado: harta de la inercia de Simmel y abandonada por Thiago, decidí aprender a estar sola... Maybe I know, somewhere, deep in my soul that love never lasts and we've got to find other ways to make it alone or keep a straight face. And I will always live like this keeping a comfortable distance and up until now I swear to myself that I'm content with loneliness...
Así que me marcho feliz de Innsbruck y de los brazos de Johannes. A pesar de todo, lo agradezco: fue bonito mientras duró. Pero hoy por hoy, no tengo más opción que aprender a ser feliz sola. Siempre, sola.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Another brick in the wall

Camino 25 metros. Y me devuelvo 25 metros. Vuelvo a caminar los 25 metros. Y me devuelvo los 25 metros. Y camino de nuevo los 25 metros. Y me devuelvo otra vez los 25 metros. Y va de nuevo... Al menos unas diez veces.
Parezco estúpida, pero en realidad soy muy afortunada de poder andar y desandar estos 25 metros. Estúpida es la situación que me hace tan afortunada: miles de personas soñaban hasta el delirio con tener la libertad de caminar estos 25 metros, por casi 30 años. Y hoy, más de 20 años después, yo lo hago parecer tan ridículamente fácil...
Estoy en el Checkpoint Charlie.  Monumento a uno de los absurdos más grandes de la historia de la humanidad. Algunos dicen que las fronteras existen... yo, personalmente, nunca las he visto. Y sigo sin verlas. ¿No es extremadamente extraño que cruzar estos simples 25 metros fuese, por tantos años, algo tan complicado? La relatividad de los espacios... Un trozo de la misma tierra, que no es más que un conjunto de átomos como cualquier otro, un vulgar y corriente pedazo de tierra, ni mejor ni peor que aquel que tenga usted, amable lector, en el jardín de su casa, y cientos de personas murieron en un intento por tocarlo con las suelas de sus zapatos. Absurdo.
Checkpoint Charlie

Ciertamente, si se despoja a los objetos de toda la parafernalia ideológica que muchas veces los disfraza, no queda más que la realidad desnuda e intrascendente, con su patético cuerpo de banalidad, avergonzada de lo que en verdad es. Como un perro lanudo, frondoso y engañosamente gigante, que luego de mojarlo con una manguera  queda reducido a un montón de huesos castañeanes. Qué idiotas somos los humanos (y por supuesto que me incluyo yo, que ando cargando con una piedra en mi bolso desde hace 7 meses):  somos adoradores muchas veces de significantes que no tienen ni la más remota cualidad como para ser merecedores de tanta reverencia y fanatismo. Veamos, por ejemplo, este: un vulgar y corriente pedazo de tierra, que yo cruzo ahora todas las veces que  me da la gana, asegurándome de que mis pies puedan, tan siquiera imaginarse, qué puede sentirse de diferente en este suelo para que haya sido considerando intrínsecamente distinto. Pero no es más que un vulgar y corriente pedazo de tierra, homogéneo, semejante a otros mil millones de pedazos de tierra. Eso es, solo eso y nada más. Pero semejante trozo de tierra fue rellenado con un significado, un significado quizás demasiado monstruoso como para un simple, impotente, vulgar y corriente pedazo de tierra y, de este modo, supra-abonado con un ideario delirante, con una retórica mesiánica y el siempre mugroso dinero de por medio (estoy hablando de ambos bandos) se convirtió en este Checkpoint Charlie y en el infame muro de Berlín.
Uno de los residuos de esa infamia, la East Side Gallery, una momia de poco más de un kilómetro del extinto muro, está coloreada por grafiti amateur de un lado y por murales profesionales del otro. Nikita Krushev conduciendo un automóvil con un volante en forma de la famosa hoz del proletariado, una bandera alemana con la estrella de David y el célebre beso entre Leonid Brezhnev y Erich Honecker, inmortalizado en el conocido mural donde se toman fotos todos los enamorados que turistean por este lado (el Mein Gott hilf mir, diese tödliche Liebe zu überleben o, para más corto, el Bruderkuss) son algunas de las obras que decoran profesionalmente esta reliquia de tiempos de la guerra fría.
¡Díos mío! Ayudame a sobrevivir este amor mortal, que me hace besar a hombres dibujados en las paredes ante tu ausencia indefinida...

El grosor del muro, cortado de tanto en tanto, es ridículamente escuálido. En este caso, el trozo de tierra es aun más estrecho de lo que pudo haber sido la burocracia del Checkpoint Charlie. Casi me parece que lo puedo agarrar en toda su extensión con mi mano, si la estiro bien. Un pedazo vulgar y corriente de concreto, un conjunto de átomos, nuevamente, y todo cambia... 
No hay nada de especial en este muro por sí mismo. Recuerdo que aquel 9 de noviembre de 1989, en mi ignorancia infantil, me pregunté por qué hacían tanto escándalo por derribar una pared, si recién la tapia de mi casa amenazaba con caerse con el próximo temblor de cuatro grados mínimo. Y aunque suene demasiado ingenuo y cándidamente anecdótico, pienso que tenía razón. Y es que intrínsecamente, la tapia de mi casa y la East side gallery son la misma vara: son muros. Muros vulgares y corrientes. Pero de nuevo, la connotación que le da la gente es tan estratosférica, tan elaborada, tan compleja y, sobre todo, tan absurda, que de un momento a otro este muro de Berlín se convierte en una catástrofe inevitable que cae del cielo, en algo incluso lógico, hasta natural y que, con todo descaro, pasa a ser aceptable por casi 30 años. ¡Casi 30 años! Prácticamente todo lo que llevo yo de vida y la gente tenía que convivir con ese armatroste dividiendo la ciudad, como si fuese algo obvio e indiscutible. A veces me da vergüenza que algún día vengan unos extraterrestres y se encuentren con estos conceptos imaginarios tan ridículos que la gente llama fronteras. Es que ni siquiera primitivo puede llamársele a esto, los cavernícolas no perdían tiempo en estas intrascendencias ideológicas.
Ridículamente absurdo....

Tal vez, respecto del muro de Berlín, los cuatro gatos que me leen hubiesen esperado una entrada del blog más profunda y reflexiva. Podría comentar los diseños de los murales con mis precarias cualidades de crítica del arte, describir la abrumadora opresión ante la imponencia del muro en cuestión, la energía acumulada que guarda su aura cargada de sueños bloqueados, mencionar hechos históricos después de inyectarle a mi cerebro una dosis de wikipedia, o criticar el capitalismo, vencedor indiscutible de la bipolaridad del planeta y que ha conquistado, finalmente, ambos lados de este enorme obstáculo a la razón. Incluso, podría comentar la infaltable tienda de souvernirs, donde por un euro ponen en el pasaporte el sello del Checkpoint Charlie. 
Pero la verdad es que nada de eso me impresiona como el hecho de comprobar que puedo pasarme de un lado al otro sin que me disparen. Aparte de todo el interés económico y la ideología accesoria que siempre maquilla sus ansias desmesuradas de poder, ¿de verdad que no hay nada, absolutamente nada, que haga un lado distinto al otro? ¿Cómo la humanidad no se percató antes de semejante evidencia? ¿No podían realizar ese sencillo experimento antes de ponerse a construir un muro e inventarse un puesto fronterizo tan absurdo, que es hoy apenas una casetilla en medio de una calle, con un McDonald's del lado gringo y un enorme cartel del iPad 2 del lado soviético? ¡Hasta la publicidad germina igual hoy en día de ambos lados!  
Lado gringo

Lado soviético

El aire no es más fresco, la tierra no se siente distinta , el cielo cuenta con las mismas estrellas y el sol alumbra igual. Y quienes se proclamaron como los más capaces de gobernar la Tierra, fueron tan estúpidos como para no darse cuenta, o lo suficientemente astutos como para convencer al mundo de que, más allá de sus intereses personales, en efecto, ambos pedazos de tierra son tan únicos y especiales que bien vale la pena morir por ellos. Y así, por décadas, convirtieron miles de razones incuestionables en otro ladrillo en el muro y, aún hoy, lo siguen haciendo. All we are is just another brick in the wall.
Cualquier lector que guste de hilar delgado dirá que esta entrada no es más que una falacia de reducción al absurdo. Y tendrá razón. Pero me parece que, de vez en cuando, las grandes ideologías, religiones y demás fanatismos que separan a la humanidad deberían de someterse a este tipo de triquiñuela retórica, solo para descubrir la verdadera falacia absurda que, en realidad, son.
O dicho de una forma más llana: al final todo es la misma mierda, pero con distinto olor.

martes, 4 de octubre de 2011

Exorcizando Berlín Parte II

Rally por Berlín. 
Tiempo aproximado: 8 horas (mientras me pierdo y pregunto en alemán...). 
Objetivos: East Side Gallery, Checkpoint Charlie, cementerio judío de la Grosse Hamburger Strasse, cementerio de Dorotheenstadt, la iglesia memorial Keiser Wilhelm, Tiergarten, Schloss Bellevue, la Columna de la Victoria y la puerta de Brandemburgo noch ein mal, porque se me ha olvidado tomar la foto oficial con la Cow.
¡Pufffff! NO me canso de Berlín. ME ENCANTA. Pero, lamentablemente, hay finales que llegan más pronto de lo que uno quisiera, y tengo solo unos días aún antes de que se cumplan mis tres meses de ley en la zona Schengen, que será muy de vanguardia, pero a los extranjeros, definitivamente, nos jode la existencia migratoria. 
En vista de la situación, he prolongado mi estadía solo por 24 horas más. Aparte, no he encontrado viaje por medio de una página de Internet que funciona en Alemania y Austria en la cual, si alguien va de una ciudad a otra por carro, postea cuántos sitios tiene libres y cobra una suma módica por la gasolina. En Austria no tuve problema en trasladarme desde Innsbruck hacia Salzburgo con un estudiante de arquitectura, y de Salzburgo a Viena con una estudiante de canto alemana y un mae que iba a a un desfile de modas de su hermana en la capital austriaca. Sin embargo, para ir de Berlín a Munich, y luego de Munich a Innsbruck, de regreso a la cama de Johannes con vista a los Alpes, no he topado con suerte y, con resignación y chimazón monetaria, me iré como la mayoría de tristes y arios mortales: en bus, y luego, en tren.
Así que nada: a ponerle bonito al rally hoy. 
Parada #1: Luego de caminar a lo largo de un buen trozo de muro, enrumbo hacia el primer cementerio judío de Berlín. Ya es conocida mi fascinación por la Segunda Guerra Mundial, la cultura judía y los cementerios, de modo que esta es parada obligatoria para mí. Destruido por la Gestapo y usado de forma cruelmente irónica como campo de concentración transitorio, aparte de los usuarios titulares por siglos, alberga fosas comunes de aproximadamente 2000 víctimas de la guerra, incluyendo miembros de las SS y de la Wehrmarcht (a saber por qué). Afuera, cuenta con una escultura que representa los judíos de la persecución nazi, que es prácticamente la única forma de poder enterarse de que está allí, puesto que es pequeño y discreto. Al menos, a mí me costó vagar por una media hora en un vecindario, entrar en otro cementerio equivocado y en el jardín de una iglesia, hasta dar con él y sus tumbas pisoteadas por odio, dolor y, por supuesto, los años.
Primer cementerio judío de Berlín

Parada #2: Siguiendo con el tour necrofílico, camino hacia el cementerio de Dorotheenstadt, donde se encuentran, entre otros, Bertolt Brecht y Hegel. Son varias cuadras, y me detengo al cabo de un rato a comprar postales. 
Mi delirio cuando viajo son las postales y en este viaje en Berlín cometeré la insensatez de gastarme unos 20 euros en este capricho souvernirístico. Mea culpa. Pero es que me encantan las postales aquí: muchas son de corte histórico, relacionadas con el muro o la II Guerra Mundial, de modo que las puedo visualizar, perfectamente, en el apartamento que pienso tener cuando acabe el fin supremo, en un cuarto que servirá de estudio y donde pondré objetos de mis viajes para inspirarme en potenciales novelas históricas. 
En fin, habiéndome cagado un poco en mi presupuesto, que no está para estas delicatesses considerando que irme a Austria no me saldrá tan barato como lo había pensado, salgo con la compra hecha y el pecado cometido de la tienda, cuando mi vista se tropieza con un edificio abandonado. O bueno, en realidad no es un edificio abandonado en el sentido estricto de la palabra: es un taller de arte de okupas. ¡Maaaaaaae! Esto para mí equivale, más o menos, a haber encontrado Disneylandia. Y es que Berlín es la esencia de las subculturas. O para decirlo a calzón quitado: gente rara.  
Esto es Berlín: gente rara

En este caso, ya desde la entrada, encuentro una familia hippie: papá, mamá e hijo de cabello largo, con su perro. Y adentro TODO un universo pluricultural de unos seis pisos por descubrir. Tatuado con graffiti, el edificio alberga varios talleres donde artistas de diversos países venden ropa, esculturas, pinturas, posters...  Por supuesto, hay latinos, que son los primeros que me topo en el segundo piso: un trío de chilenos, un argentino y un mexicano. Inmigrantes ilegales todos, trotamundos y bohemios, me invitan a una cerveza y a un purito, a pesar de que la Cow, espantada, debe ocupar una silla con un cuero de una vaca infamemente colocado para recordarle la brevedad de la vida. 
Dadaísmo. Para esto viajo: para conocer gente que vive la vida que ha elegido y no la que le ha tocado. Aunque algunos afirman que he tenido muchas experiencias poco tradicionales, yo sostengo lo contrario: cuanto más viajo, más me doy cuenta de que en realidad no he hecho la gran cosa. Yo tendría que quedarme en Berlín en una casa okupa también, por unos meses. Tendría que irme a un kibutz en Israel. Y pasar un invierno en el norte de Suecia, donde nunca sale el sol, corriendo trineos con perros. E ir a aprender a construir prótesis con materiales reciclados para las víctimas de la guerra en Sierra Leona.  Hay tanto por hacer y tan poca vida... A mí no me va a alcanzar. Eso es un hecho.
Y con todo y que soy consciente de que no me va a alcanzar, y que esto es solo un fractal de este gran hecho trascendental, aún así me quedo un buen rato, sentada en el taller de arte okupa hablando en español sobre el significado de la vida. Luego, recorro cada uno de los pisos del edificio, descubriendo collages, grafitis, poemas ocultos en paredes y mercadería de arte urbano por todas partes. 
Familia en el edificio okupa

Yo, en el edificio okupa

Pisos y pisos por descubrir

Arte random...

Y personajes únicos e irrepetibles.

Vaya, después de esto voy a tener que correr si quiero terminar mi recorrido por Berlín antes de partir mañana muy temprano. Así que vamos hacia la....
Parada #3: Siguiendo con mi afición por los cementerios, es momento de visitar algunos muertos famosos en el cementerio de Dorotheenstadt. Hegel, Heinrich Mann y el mae que hizo los caballos de la famosa puerta de Brandemburgo son algunos de los inquilinos eternos del lugar. 
Extremadamente pequeño, a diferencia de otros reinos de Hades europeos como el Pere Lachaise en  París, o el cementerio central en Viena, constituye un campo de árboles en el centro de Berlín, romántico y sencillo. He tenido suerte: si fuera un sin fin de lápidas, con el tiempo en mi contra, no lo hubiera podido disfrutar, ni encontrar los cadáveres famosos de mi interés. 
Hasta el momento, la tumba que más me había gustado de todas las que he visto en mi vida, había sido la de Chopin en París. Con un ángel triste quien, violín en mano, mira hacia la tierra que oculta el silencio del pianista, nunca había visto un sepulcro tan hermoso. Y en el suelo, partituras, flores y banderitas de Polonia. La doble barra definitiva para un músico, con toda la pompa y circunstancia.
Sin embargo, la de Bertolt Brecht es aún más bella: un jardincito rectangular, con dos piedras que dicen con una letra parejita, simple y hecha a mano, en sencilla pintura blanca: Bertolt Brech y Helene Weigel-Brecht. Al lado, un farol pequeño, por si en una noche oscura sus fantasmas ocupan un poco de luz para llegar al final del túnel y una canastita con flores. Es todo. Yo la verdad siempre he pensado en ser incinerada, pero si no hay hoguera suficiente como para quemar este cuerpo que se negará a dejar de existir después de todos los placeres que ha probado, y no me queda de otra que seguir ocupando espacio en esta tierra, ya he decidido que quiero una tumba así. Que tomen nota, entonces, quienes me sobrevivan. Dejo constancia en este blog. He dicho.
La tumba de Bertolt Brecht

Claro, tanta espiritualidad y consciencia de la brevedad de la vida tenía que ser interrumpida por una necesidad corporal: y es que me estoy meando hardcore. Tanta cerveza en el taller okupa ya ha recorrido mas o menos el metro que tengo entre un hueco y otro, de modo que mae, qué falta de glamour, pero este cementerio es un bosquecito, no hay casi nadie y aquí cerquita de la tumba del mae que hizo los caballos de la famosa puerta de Brandemburgo hay un arbusto muy conveniente... Puffffff, qué dadaísta: mezclar el abonado suelo del cementerio de Dorotheenstadt con mis meados y los cadáveres de solemnes alemanes como Hegel. 
En un esfuerzo sobrehumano de respeto, al final me aguanto como las grandes y salgo en busca de un Subway, a ver si puedo usar un baño. Pero volvemos a uno de los eternos problemas de Europa: ¡cobran siempre por los putos baños! O al menos que compre un sandwich, claro está. Pero cuesta como 5 euros y mientras escojo entre el pan integral, de avena o con orégano, me debato entre el cangrejo, el jamón de pavo o el pollo, pido la mitad de queso blanco y la otra de amarillo, solicito que me lo calienten un poco solo hasta que se derrita el queso pero que no quede demasiado tostado para poder pellizcar el pan (ritual que siempre  hago), escojo entre todos los vegetales la lechuga, el tomate, las aceitunas, los pepinillos y el chile dulce, me cuestiono si le hablaré a algún hombre guapo durante el resto del día y decido, por ende, no agregarle cebolla , le pongo mostaza y salsa de tomate, digo que no gracias, que sin sal, ni pimienta, y lo pido para llevar, está MÁS QUE CLARO que ya me oriné encima. Así que ni modo, amable sandwich artist, quédese usted con su emparedado y yo me voy a buscar otro baño.
Al final, alcanzo la estación del tren y encuentro el baño público. Si han leído este blog, recordarán quizás un episodio similar, pero en un baño de Liechstentein. Desde entonces, procuro cargar con una moneda de 50 centavos de euro o su equivalente, para enfrentar este tipo de eventualidades. Pero ¡maaaaae! WTF? Aquí en Berlín orinar cuesta nada más y nada menos que la módica suma de un euro. ¡Ladrones arios! Refunfuñando, pago el bendito euro y lo pongo en la columna de pérdidas del viaje dadaísta. ¡Señor!
Parada #4: ya más relajada, camino hacia el Tiergarten, el Schloss Bellevue y la columna de la victoria. El vecindario de Angela Merkel, pues. La tarde cae y cae y cae... Si quería ver el museo del Checkpoint Charlie, nachste mal. Tomo las fotos de ley, aunque hay una de la que, lamentablemente, tendré que prescindir: la Cow en la puerta de Brandemburgo. Tantas que tomé ahí el día anterior y abandoné impunemente a mi bovina compañera de viaje cuando era también su momento de exorcismo, aunque en aquella época, posiblemente, 7 años atrás, estuviese decorando los estantes del cuarto de una niña en los fríos confines de Indiana. Tut mir leid, Cow...
Una limusina, la torre de televisión, la puerta de Brandemburgo y yo... ¡Falta la Cow!

Parada #5: bombardeada durante la II Guerra Mundial, como la totalidad de Berlín, la iglesia memorial kaiser Wilhem conserva aún una de sus torres sin reconstruir, como recordatorio de la barbarie bélica desencadenada por los nazis. Procedente de la columna de la Victoria y con el sol casi dejando también el área Schengen al menos por este día, me bajo en la Breitscheidplatz para visitar rápidamente la penúltima parada de mi rally por Berlín.
Modernos edificios me rodean: un centro comercial gigante, algunos restaurantes, dos edificios altos y un monstruo de cemento coronado por la estrella de la Mercedes Benz. Algunas esculturas y unos osos que  han invadido las calles berlinesas, en lo que tiene toda la pinta de ser un bear parade. Pero no hay ninguna iglesia cerca, y menos con la torre destruida.
Corroboro la dirección. Es correcto: Breitscheidplatz. Me fijo en las fotos del libro sobre Berlín que me ha prestado Oscar. Es correcto: algunos de los edificios que me rodean aparecen justo a la par de la iglesia kaiser Wilhem. Chequeo las calles aledañas. Es correcto: según el mapa, no hay equivocación. Pero la maldita iglesia (perdón, la bendita iglesia) ¡no está! Comienzo a sentir que pierdo la razón, como análogamente sucedió con el episodio de las botas de Stanlin en Budapest. Pero bueno, unas botas de una estatua igual se pueden desplazar, como efectivamente sucedió en ese caso, pero ya una iglesia... ¡Toda una iglesia no se mueve por principios físicos y religiosos! Y menos si la han dejado ahí, a medio derribar, con el exclusivo fin de ser una cicatriz arquitectónica visible para el aprendizaje de las futuras generaciones. Mae, yo al chile que me he de estar volviendo loca... Doy vueltas y vueltas y vueltas, mientras el sol sigue dando la vuelta más rápido y va a desaparecer sin que yo pueda llegar a la meta del Checkpoint Charlie. ¿Qué carajos pasa con estos universos paralelos que parecen solo existir en las guías turísticas?
En un momento de desesperación, me siento en una grada, intentando encontrar la puerta que me lleve de nuevo a la dimensión en que existe la iglesia kaiser Wilhelm... cuando de repente, al chile que veo una puerta. Una puerta demasiado antigua como para formar parte de los edificios que me rodean y menos, del que tengo justo enfrente de mí. Pero sin duda, es una puerta. 

La puerta hacia la dimensión de las guías turísticas

Y es entonces cuando descubro que este edificio moderno, que tengo en mis narices, es nada más y nada menos que la iglesia que tanto he buscado los últimos 40 minutos. Tal parece que, después de 65 años de tenerla como recordatorio de la II Guerra Mundial, finalmente se les ha ocurrido restaurarla y, para no develar el resultado antes de tiempo, la han envuelto en un capullo de paneles hasta hacerla parecer, efectivamente, como un edificio más. ¡Maaaaae! Me siento tan tercermundista... Yo no sabía que esto era posible: disfrazar una iglesia del siglo XIX de edificio moderno. Pufffff... me siento anonadada por las maravillas tecnológicas del G7. La polada me ataca por la espalda y, luego de comprobar que otro de los monumentos que buscaba también se encuentra en obras, me voy de la mutante Breitscheidplatz hacia el Checkpoint Charlie, parada final de mi rally, que será visitada ya a oscuras.
¿Cierto o no que ustedes también se hubieran quedado bateados? ¡El edificio blanco es una iglesia!

Mañana, cuando salga el sol, tomaré un bus rumbo a Munich, donde saldré corriendo hacia la estación del tren, sin ver una de las ciudades que más me interesan de Alemania, para regresar a las hermosos Alpes del Tirol y a las manos como raquetas de ping pong de Johannes, y sus ojos de niño, y su hamaca colgada en el jardín... Y lejos de de mí se irá, finalmente, el fantasma de mis traumas pasados en Berlín. 
Tal y como me dije a mí misma siete años atrás: así como en las postales que tanto me gustan se ve Berlín destruida hasta sus cimientos después de la II Guerra Mundial y hoy día, se ha convertido en una de las ciudades más apasionantes del orbe, así también yo he logrado resurgir desde mi última visita a la capital alemana, cuando llegué ahí viajando por primera vez sola, obligada en vista de las circunstancias, con el ánimo mutilado por dos de los hombres que más he amado en mi vida.
Y hoy, aunque sigo sola, pagando mi karma de aquella ocasión, al menos ya no tengo temor de recorrer el mundo sin la mano de alguien y soy un poco más fuerte, un poco más madura y un poquito más sabia. Hay mayor paz en mí. 
Berlín, después de siete años, finalmente, ha sido exorcizado...





jueves, 15 de septiembre de 2011

Exorcizando Berlín Parte I

Berlín. El ejemplo más claro que puedo encontrar, hoy por hoy, de que no es la primera impresión la que cuenta. Mientras que hace 7 años tomé un tren rumbo a Praga aborreciéndola a muerte, con la nariz congestionada por andar llorando junto al Reichstag y entre los bosques de Wannsee, y con sólo dos pinches fotos en mi cámara, esta vez, en el 2011, fue exitosamente exorcizada de todos los fantasmas del pasado para saltar al top 10 de mis ciudades favoritas.
Y es que Berlín es uno de los clusters de pluriculturalidad más grandes y fascinantes que haya conocido. Cosmopolita. Sorprendente.  Con mil y una cosas para hacer. O más bien con un millón y una cosas por hacer. Será sucia, urbanamente monstruosa y con más gente drogada de la cuenta, pero para mí eso vale mierda si uno puede ir a una fiesta en un parque de diversiones abandonado, o a una en la que la electricidad funciona gracias a bicicletas estacionadas que los invitados tienen que pedalear por turnos. O a un concierto de rockabilly, como me toca a mí en mi segunda noche, donde acabo dadaístamente luego de una fiesta de cumpleaños de una adorable pareja conformada por una panameña y un alemán.
Pero no nos adelantemos a los hechos. A Berlín llego dispuesta a quitarme de la cabeza una de las peores sensaciones que conozco: la de "¿y si hubiera hecho esto?". Y es que la vez pasada fue un desastre, de modo que, aunque solo cuento con una trilogía de días en la capital alemana, en mi fuga del área Schengen, estoy dispuesta a disfrutar esta vez hasta el grado de enamorarme de la ciudad y de decir: "Mae, yo quiero vivir aquí". Y es que, aunque ir a Berlín prácticamente se me ocurrió en el último momento, ahora que lo pienso debía ser una tarea casi que imperativa en el viaje dadaísta. 
En fin, luego de mi vuelo desde Helsinki y de una escala en Riga, tomo un bus desde el aeropuerto y arribo a Hermanplatz, donde después de degustar una salchicha y unas papas fritas (que logro ordenar en mi precario alemán), me esperan Ingrid y Oscar, amigos de Costa Rica que se han mudado aquí hace ya casi dos años para estudiar diseño de modas. 
¡Maaaaaae! ¡Qué éxito hablar en tico! Son los primeros que me encuentro desde que salí. Nada mejor para empezar la aventura berlinesa, entonces, que ir a la orilla del río a ver el atardecer con una birra y un purito, mientras un arco iris se dibuja en el cielo con crayolas de lluvia tenue y debilucha, a diferencia de los aguaceros de cielo roto que bañan nuestra patria tan lejana. 
Atardecer en Berlín

Con ellos puedo hablar con todo el pachuquismo que me da la gana, acordarme de Musicales del 13, de Lara Ríos y Pantalones Cortos y comer gallo pinto por primera vez en mucho tiempo. Punto a favor de Berlín. No es un recibimiento típicamente alemán, es cierto, pero de todas maneras esta urbe es tan cosmopolita que bien se permite un poco de español en sus calles, con todos los "mae", "ni picha", y "diay" que se pueden esperar de tres ticos  que se encuentran después de varios años de ni verse. 
Y aunque Ingrid y Oscar viven en un apartamento pequeño al que llaman el camping (dada la improvisación del mobiliario), en un barrio poblado por una cantidad abrumadora de inmigrantes turcos (lo cual por algunos puristas neonazis que andan por ahí ha de ser considerado low class), a mí me parece fascinante. Buena compañía y un colchón para mí bastan, y al día siguiente me dedico a hibernar, actividad a la que tengo que consagrarme al menos una vez por semana, puesto que la vorágine mochilera me obliga a realizar mi fotosíntesis semanal para recuperar energía, aun cuando mis días en el área Schengen estén contados.
La noche, en todo caso, no pienso desperdiciarla durmiendo con la cabeza sobre la Cow (para quienes creían que la Cow viajaba gratis, error: ella se gana los pasajes sirviendo como almohada), así que, de colada, me voy a la fiesta de doble cumpleaños de una pareja de amigos de Ingrid y Oscar. 
Das Leben der Anderen...La vida de los otros... Me parecen una pareja tan hermosa, que no dejo de pensar en lo mucho que me gustaría tener algo así. Los dos altos, ella como una modelo caribeña, y él tan guapo que me hace repetir en la cabeza una y otra vez el mandamiento ese de no desear al hombre de tu prójima... Simpatiquísimos. Un apartamento amplio, de corte minimalista, una cena deliciosa para los invitados, una hamaca colgando en el medio de la sala y fotos de las últimas vacaciones juntos, profesionalmente tomadas... Y todo esto en una de las ciudades más alucinantes del planeta... Bueno, ya me callo, ese es mi problema: la ambición, ya lo sé. Nunca tengo suficiente: cuento con la suerte de estar en Berlín y ya me quiero quedar viviendo ahí, en un súper apartamento, con un novio ario y guapo.
En fin, resulta ser que esta noche se presenta en Berlín un grupo de rockabilly que yo en mi vida he escuchado: Kitty, Daisy & Lewis. Adolescentes de la escena, estos ingleses tocan junto a sus padres y hoy lo harán en una fiesta privada, pero uno de los invitados es amigo de alguien que conoce a alguien que conoce a alguien... No sé cuán amigos han de ser para poder aparecer con al menos 15 maes en la puerta de un momento a otro pero yo, en todo caso, aunque en mi vida he escuchado una canción de ellos, me apunto dadaístamente al evento.
La fiesta privada, en un edificio que parece palacio, resulta ser una experiencia, efectivamente, berlinesa. Mae, es que aquí las subculturas son súper fuertes: si la vara es rockabilly, ES ROCKABILLY. La gente parece salida de revista: las chicas son pin ups vivientes y los maes parecen recortados de los 50's, con sus sombreritos de marinero y tirantes. Están todos tan bien vestidos, tan, pero tan fashion, acorde con la ocasión, que lo que me dan ganas es de tomarles fotos a cada uno... pero bueno, tampoco la polada. Así que con mi mejor poker face attitude, me pongo en fila para entrar. Y tal como lo imaginaba: están cobrando. Acht euro. Mae, y yo que cada vez ando más y más limpia... Y diay, que me queda... La vieja de la entrada no es nada simpática, parece que no es negociable el asunto y la gente con la que vengo, comienza a pagar... Cuando de pronto, es que soy guavera, sale un mae que ha de ser el amigo del amigo del amigo, y nos deja pasar a los que quedamos en la fila gratis. ¡Éxitoooooo!
¿El concierto? Échenle una ojeada a esto, fue más o menos así, solo que a pequeña escala, por supuesto: http://www.youtube.com/watch?v=YVsC6zCT2gs
Yo, quizás por estar medio fumada y con unas birras adentro, me llevo una impresión inmejorable. Sobre todo, me enamoro de la forma de tocar de la mamá, quien es la bajista del grupo. ¡Maaaaae! Qué clase de feeling. Igual, cualquier persona que pueda hacer pizzicato por dos horas consecutivas se merece mi respeto, porque las cuerdas de un bajo son de lo más concho que hay en el mundo de la música. Puedo atestiguar al respecto: en mis épocas contrabajísticas desarrollé callos que incluso me impedían sentir el mismo fuego... ¡Y qué manera de tocar la armónica la de Kitty! Me hace sentir como si fuera en un tren, en el compartimento de carga, fumándome un cigarrillo y yendo hacia ninguna parte, en medio de un desierto fascinante...
Kitty, Daisy & Lewis


Vaya, hasta que llegué a Berlín he descubierto que me gusta el rockabilly... Incluso, podría comenzar a vestirme al estilo de los 50's, maquillada (¡oh, sí, yo maquillada!), con peinados sofisticados y con tatuajes old school, sino fuera por mi resistencia crónica a casarme con ningún estilo. Ha de ser el encanto berlinés de esta noche que me ha hechizado, en todo caso.
A la tarde siguiente (incapaz de madrugar, luego de la noche anterior) y como tiempo no queda, salgo meteóricamente a hacer un recorrido por las atracciones principales de Berlín. Todo lo que quisiera conocer fijo que no me dará tiempo, tendría que mudarme allí (posibilidad que aún estoy barajando, porque quiero aprender alemán bien), pero con la ayuda de Oscar y de un libro que me ha prestado, me elaboro un tour improvisado, enrumbo hacia Alexanderplatz y de ahí comienzo mi recorrido.
Fernsehturm desde abajo

Fernsehturm desde arriba

Primera parada: la Fernsehturm, esa torre en forma de aguja que se ve casi que desde cualquier parte de la capital. Como es de esperarse, hay una avalancha de turistas ávida de tener Berlín a sus pies en 360 grados, de modo que me quedan dos horas mientras espero mi turno para llegar a las alturas alemanas, puesto que yo he agarrado justo el último número. Aprovecho, entonces, para merodear por los alrededores y, de camino, me topo con el Berliner Dom (la catedral) y, sentados en un parque, por esas casualidades de la vida, me encuentro nada más y nada menos que con Marx y Engels, con quienes aprovecho para tomarme una foto.


Marx, Engels und ich

Luego de subir los 368 metros de la Fernsehturm y ubicarme desde las alturas acerca de las dimensiones de la ciudad, tomo el metro y me desplazo hacia el Reichstag. Entre los recuerdos difusos y pasados por lágrimas de la última vez que estuve en Berlín, se me viene a la mente el haber estado sentada en el césped frente al parlamento, pero no haber ingresado. ¿Por qué? Bueno, he debido de estar tan trastornada en esa ocasión que seguro lo dejé pasar por alto, pero esta vez, como el objetivo es exorcizar la ciudad y no quedarme con el angustiante ¿y si hubiera hecho esto?, decididamente me acerco a la puerta para entrar. Y resulta ser que el ingreso sólo se permite con cita, que se debe sacar con tres días de anticipación... Eso explica por qué la vez pasada no entré, jeje. Y espero acordarme cuando regrese y que a la tercera sea la vencida, de modo que son testigos ustedes, lectores de este blog, que debo retornar con el objetivo-pretexto-excusa de por fin ver el bendito parlamento por dentro y hacer la reservación con tres días de anterioridad. He dicho. 
Recordando vagamente que la puerta de Brandemburgo no quedaba lejos, y rechazada por la organización burocrática alemana que permite el ingreso al Reichstag únicamente cada tres días (que ya no me quedan al menos en esta ocasión), enrumbo primero hacia el memorial a los soldados soviéticos (el cual se ve imponente al caer el sol) y posteriormente al Holocaust Denkmal, donde me pierdo entre el bosque de piedras. 
Holocaust Denkmal

He tenido, sin duda, que ir despichada haciéndolo todo, y estoy cansada, de manera que hasta que el sol se oculta, paro mi caminar frenético y me dedico a tomarme fotos y fotos junto a la puerta de Brandemburgo.
Y es que cuán mal pude haber estado la vez anterior, que ni siquiera me molesté en tomar una sola foto en un sitio tan emblemático de Berlín. Y de repente, no sé por qué, decido que ese será uno de los puntos centrales de mi exorcismo y me paso un tiempo indefinido, hasta que la noche me empuja de regreso a casa de Oscar e Ingrid, contemplando la puerta de Brandemburgo, que tanta historia ha presenciado, desde todos los ángulos posibles. Creo que hay una analogía, de hecho, entre la puerta y yo. Destruida durante la Segunda Guerra Mundial y aislada de ambos bandos durante los años del muro... Yo, de forma similar, fui destruida hace ya 7 años y hoy, curiosamente, estoy aislada de los dos bandos masculinos que, a la postre, han contribuido a construir una muralla que no sé si algún día algún hombre pueda derrumbar. Pero ahí estamos, la puerta de Brandemburgo y yo, las dos aún de pie, viendo caer la noche, con los fantasmas de un pasado que queda cada vez más y más atrás, esperando a que de nuevo, salga el sol.