Desempleada, solterísima y con los salarios producto de recitar "Thank you for calling Bodog wagering, my name is Andrea, may I have your account number, please?" un promedio de 6048 veces, este es el relato de una mujer de 30 años, quien un buen día decidió iniciar un periodo dadaísta en su vida y subirse a un caballito de madera solo para balancearse un rato sin llegar a ninguna parte, bajo la filosofía de Charlie García: "La vida es disfrutar el paso del tiempo".

martes, 25 de octubre de 2011

Innsbruck noch ein mal

Contaba los días. Deseaba con todas las ganas regresar. Estar rodeada de nuevo por esas montañas imponentes, de rompecabezas de Milton Bradley. Una ciudad encallada en el útero de cordilleras de topes nevados, ni muy grande ni muy pequeña, de tamaño justo, con ese alemán flotando por sus calles y que yo casi ni entiendo, pero que me gusta casi tanto como le pudo haber gustado al mismísimo Goethe. Austria, el país que posiblemente me ha encantado más en este viaje. El Tirol, una de las zonas más hermosas que haya visto en toda mi vida. Innsbruck, una de las ciudades de las que guardo los mejores recuerdos de estos años nómadas y dadaístas.
Pero sobre todo, lo admito: deseaba regresar para estar de nuevo con él. Ese él que no sos vos, por supuesto, pero que es un él al fin y al cabo. 
Aunque estoy más que habituada a llegar a aeropuertos, puertos, centrales de buses y estaciones de tren sola, sin nadie que me espere, por muy excitante que parezca JAMÁS, NI REMOTAMENTE se compara a la emoción de bajarse sabiendo que alguien, a quien no has visto en un tiempo, espera allí por vos. Descender del vagón no buscando con la mirada el puesto de información más cercano, si no los brazos de alguien que anhela estrecharte entre ellos. La soledad llega a doler a veces... Podés estar en el sitio más alucinante del planeta Tierra, pero si no hay alguien con quién compartirlo no será ni la mitad de lo maravilloso que puede llegar a ser... Lo juro como que me llamo Andrea.
Y es que lo reconozco plenamente: yo no soy una mujer independiente, fuerte, autónoma, valiente y libre. Apenas y estoy aprendiendo. Estoy aprendiendo y me cuesta un montón, con costos y soy una estudiante mediocre, que pasa raspando las pruebas que se cruzan en su camino. Y aunque tengo plena consciencia de que soy muy, muy afortunada de vivir el sueño de muchos, que deliran con viajar solos, encontrarse a sí mismos, hacer lo que les dé la gana sin deberle explicaciones a nadie y embriagarse de libertad, en realidad no era este mi escenario ideal. Sí, ya sé que suena súper tuanis, de vanguardia, aventurero esto de mochilear en solitario. Pero a mí a veces me cansa. Puede ser excitante por un tiempo, pero llegarán los momentos de vacío, de nostalgia, de soledad. Es como sentarse a la mesa con un banquete enorme, una mesa larga y cargada de manjares, y comérselos todos uno solo, hasta empacharse, hasta caer en la gula, hasta sentir ganas de vomitar. Un egoísmo asqueroso. Como Adán teniendo el Edén para sí solo... Así hasta el paraíso puede volverse aburrido. 
Yo, si viajo sola, es porque no he encontrado aún el alma gemela que realmente quiera vivir al tope. Mucha gente suele decir: "Qué dichosa, todo lo que estás conociendo, haciendo, viviendo... Algún día haré algo así también", o "Llevame en la maleta", o "Esa hijueputa Cow que suerte tiene, viaja un montón, ya quisiera yo...". Pero lo cierto es que, desde mi punto de vista, cualquiera puede ser la Cow y acompañarme en estos trotes si realmente lo desea tanto como yo. Lo que sucede es que muchos posponen esos sueños de aventura porque esperan las condiciones perfectas. Yo, después de un tiempo de tres años de pausa, en los cuales estuve esperando a que el viento soplara totalmente a mi favor solo para darme cuenta de que difícilmente llegaría a ser así, un día recibí la patada decisiva para salir de mi zona de confort y decir: "No estoy dispuesta a esperar más por las condiciones perfectas. La vida está hecha de tiempo y el tiempo no espera, si no que se gasta con cada minuto que pasa. Si me tocó este mazo de cartas, juego con lo que tengo y ya está". Por eso viajo todo lo que puedo, aunque sea sola. Pero en realidad, cómo me gustaría compartir este mundo de mil sabores con un hombre al que ame con locura...
Y aunque me he reecontrado con amigos y he hecho nuevos, de modo que he podido compartir estas jornadas con compañeros que han estado ahí conmigo buena parte del tiempo y que han sido, sin duda alguna, una bendición, a Innsbruck llego con un fin específico y claro: encontrar a Johannes al bajarme del vagón del tren. Es cierto: amigos no me han faltado desde que salí rumbo a Salzburgo un par de meses atrás. Ni tampoco labios qué besar, puesto que no solo de pan vive el hombre y menos, mucho menos, la mujer. Pero, a pesar de  quienes me han acompañado en mi recorrido estos meses, es solo con Johannes con quien he sentido al menos un sorbo de ese vaso de agua que anhelo con todas mis fuerzas... Aunque efímero, es lo más cercano a una relación que he tenido en mucho tiempo. Alguien que cuide de mí. Alguien que me dé la mano. Alguien que me abrace cuando duermo. Alguien que espere por mí en la estación de tren. 
Y efectivamente, cuando me bajo, ahí está, con sus ojos de niño y sus manos de granjero, esperando a la misma chica de Costa Rica que dos meses atrás tocó a la puerta de su casa cuando volvía de unas clases de turco a las cuales, por cierto, después nunca más regresó.
En realidad, esta segunda venida al Tirol no pienso invertirla en montañear como la vez anterior. Lo único que se me antoja es lavar ropa, fumar en la hamaca del patio y quedarme dormida a su lado viendo una película en su habitación, desde donde se miran los Alpes como en el rompecabezas de 3000 piezas que nunca llegué a armar y que se empolva con los adornos de Navidad en la parte superior del clóset, durmiendo el sueño de los justos. En cuanto a la Cow, solo patenta tomar su baño bimestral y secarse pacíficamente en el balcón.
La Cow toma su baño bimestral

Y suerte que mis planes son así de simples: a la mañana siguiente, cuando me despierto, me doy cuenta de que una cuarta parte de mi cuerpo no se puede mover. Ha de ser el estar cargando con la cruz de la mochila todo el tiempo, o que el frío se ha colado junto con el gato por la ventana entreabierta del balcón durante la noche y me ha hecho daño, pero el caso es que el hombro derecho se ha revelado contra mí y cada vez que intento moverlo, me reclama con un dolor tan intenso como hace años no lo siento. ¡Qué MIERDA!!!!! Tan sólo dar media vuelta en la cama es una tortura china. Apenas y me puedo mover. 
Lo que más me preocupa es que no cuento con mucho tiempo para recuperarme. He llegado aquí con el mes de junio y en cinco días, así sea reptando, tengo que cruzar la frontera hacia Croacia cueste lo que cueste, porque mis tres meses en el área Schengen se agotan inevitablemente. ¡Benditas fronteras estas, que no existen cuando de verdad se las ocupa! Hubiese bastado, en tiempos menos evolucionados, con solo cruzar desde Alemania a Austria y listo. ¿CÓMO CARAJOS SE SUPONE QUE VOY CARGAR YO CON UNA MOCHILA DE 16 KILOS Y OTRA QUE PUEDE PESAR UNOS 5 CON EL HOMBRO ASÍ DE JODIDO? ¡Maaaae!
En fin, dentro de todo tengo una suerte, ciertamente, enorme: de todos los sitios donde podía enfermarme o lesionarme, estoy en el indicado. Johannes es estudiante de medicina, así como sus dos compañeros de casa, Nacho y Vanesa, de modo que por fortuna estoy en buenas manos. De este modo, es Johannes quien me receta baños calientes y quedarme en cama el día entero, envuelta con dos suéteres de oso suyos y una bufanda con la cual me ahorcaría si esto me hubiese sucedido en Lituania, por ejemplo, donde no tenía a nadie. Sí, dentro de todo, tengo suerte, aunque estar en el sitio más tuanis de todo el viaje y a la par de un mae guapísimo sin poder moverme no es, precisamente, el paraíso orgásmico que en un inicio había pensado.
Johannes tendiendo mi ropa porque ni me podía mover... La Cow, mientras tanto, se dedica a secarse


Así, mis tres días en Innsbruck transcurren tranquilos y zurdos. Duermo por horas en la cama enorme y confortable de Johannes, mientras él estudia en el primer piso, puesto que en unas semanas tendrá examen de toda la materia del año y eso son muchas arritmias, huesos y síndromes que aprenderse. En la noches, Nacho y Vanesa, o una pareja de couchsurfers griegos que ha emigrado por la crisis y que busca hacer una nueva vida en Innsbruck, cocinan una cena deliciosa, la cual me veo obligada a comer haciendo malabares con el tenedor torpemente dirigido por mi mano izquierda. De las tres parejas que estamos en la casa, solo Johannes y yo tenemos pereza de cocinar, de modo que la última noche comemos unos combos de McDonald's que él va a traer en bicicleta.
Johannes... ¡qué mae, señor! Un partidazo sin duda alguna: inteligente, simpático, guapo, alto, amable, un caballero completo, con unos ojos infantiles de los más hermosos que haya visto, con sus manos gruesas y grandes dentro de las cuales me gusta perderme, estudiante de medicina, un mae que ha viajado el doble que yo y que planea seguir haciéndolo, con una casa amplia y hermosa desde la cual se pueden ver los Alpes, y para poner la cereza en el pastel, austriaco con ese acento tirolés que cada vez que me dice "bitte" me calienta a mil. Y aunque los días que paso a su lado son un regalo y los disfruto al máximo a pesar de mi movilidad limitadísima, aún así, yo pienso estúpidamente que NO sos vos. Igual, Johannes es más joven que yo y siento que, aunque nuestros caminos coincidan a veces, no será el hombre de mi vida puesto que me atengo firmemente a la teoría de que el que con niños se acuesta orinado amanece, sobre todo cuando se trata de los hombres, que maduran tan ridículamente lento que uno se cansa de esperarlos a que se bajen del tobogán para, por fin, ponerse a jugar cosas más interesantes de gente grande.
Y de este modo, cuando gracias a los cuidados de mi médico particular austriaco (pero temporal al fin y al cabo), me recupero justo a tiempo para partir velozmente hacia Eslovenia, con la no schengueada Croacia como meta final, me marcho. En un inicio, había pensado irme con Johannes a mochilear por África a finales de agosto: la boda en Mozambique de mi amiga del alma, Ivana, y la pasantía en un hospital de Zambia en la cual él patenta invertir parte del verano (le obsesiona la malaria) nos habían dado la excusa perfecta para vernos de nuevo. Sin embargo, mi presupuesto que agoniza poco a poco me imposibilita viajar hasta allá y, con el dolor de mi alma, he cedido mi puesto como madrina de boda, y mi mochila se ha resignado a recorrer únicamente territorio europeo hasta nuevo aviso. 
Y así, otra vez, en una estación de tren, me despido de un hombre más. No sé por cuántas más tendré que pasar hasta encontrar unos brazos que me amen lo suficiente como para no dejarme ir. Hoy por hoy, dudo que los llegue a encontrar. Conforme pasa cada día, creo menos y menos en el amor; tal parece que me estoy convirtiendo en piedra yo también. Quizás este viaje, efectivamente, tiene como propósito principal lo que en un inicio había pensado: harta de la inercia de Simmel y abandonada por Thiago, decidí aprender a estar sola... Maybe I know, somewhere, deep in my soul that love never lasts and we've got to find other ways to make it alone or keep a straight face. And I will always live like this keeping a comfortable distance and up until now I swear to myself that I'm content with loneliness...
Así que me marcho feliz de Innsbruck y de los brazos de Johannes. A pesar de todo, lo agradezco: fue bonito mientras duró. Pero hoy por hoy, no tengo más opción que aprender a ser feliz sola. Siempre, sola.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Another brick in the wall

Camino 25 metros. Y me devuelvo 25 metros. Vuelvo a caminar los 25 metros. Y me devuelvo los 25 metros. Y camino de nuevo los 25 metros. Y me devuelvo otra vez los 25 metros. Y va de nuevo... Al menos unas diez veces.
Parezco estúpida, pero en realidad soy muy afortunada de poder andar y desandar estos 25 metros. Estúpida es la situación que me hace tan afortunada: miles de personas soñaban hasta el delirio con tener la libertad de caminar estos 25 metros, por casi 30 años. Y hoy, más de 20 años después, yo lo hago parecer tan ridículamente fácil...
Estoy en el Checkpoint Charlie.  Monumento a uno de los absurdos más grandes de la historia de la humanidad. Algunos dicen que las fronteras existen... yo, personalmente, nunca las he visto. Y sigo sin verlas. ¿No es extremadamente extraño que cruzar estos simples 25 metros fuese, por tantos años, algo tan complicado? La relatividad de los espacios... Un trozo de la misma tierra, que no es más que un conjunto de átomos como cualquier otro, un vulgar y corriente pedazo de tierra, ni mejor ni peor que aquel que tenga usted, amable lector, en el jardín de su casa, y cientos de personas murieron en un intento por tocarlo con las suelas de sus zapatos. Absurdo.
Checkpoint Charlie

Ciertamente, si se despoja a los objetos de toda la parafernalia ideológica que muchas veces los disfraza, no queda más que la realidad desnuda e intrascendente, con su patético cuerpo de banalidad, avergonzada de lo que en verdad es. Como un perro lanudo, frondoso y engañosamente gigante, que luego de mojarlo con una manguera  queda reducido a un montón de huesos castañeanes. Qué idiotas somos los humanos (y por supuesto que me incluyo yo, que ando cargando con una piedra en mi bolso desde hace 7 meses):  somos adoradores muchas veces de significantes que no tienen ni la más remota cualidad como para ser merecedores de tanta reverencia y fanatismo. Veamos, por ejemplo, este: un vulgar y corriente pedazo de tierra, que yo cruzo ahora todas las veces que  me da la gana, asegurándome de que mis pies puedan, tan siquiera imaginarse, qué puede sentirse de diferente en este suelo para que haya sido considerando intrínsecamente distinto. Pero no es más que un vulgar y corriente pedazo de tierra, homogéneo, semejante a otros mil millones de pedazos de tierra. Eso es, solo eso y nada más. Pero semejante trozo de tierra fue rellenado con un significado, un significado quizás demasiado monstruoso como para un simple, impotente, vulgar y corriente pedazo de tierra y, de este modo, supra-abonado con un ideario delirante, con una retórica mesiánica y el siempre mugroso dinero de por medio (estoy hablando de ambos bandos) se convirtió en este Checkpoint Charlie y en el infame muro de Berlín.
Uno de los residuos de esa infamia, la East Side Gallery, una momia de poco más de un kilómetro del extinto muro, está coloreada por grafiti amateur de un lado y por murales profesionales del otro. Nikita Krushev conduciendo un automóvil con un volante en forma de la famosa hoz del proletariado, una bandera alemana con la estrella de David y el célebre beso entre Leonid Brezhnev y Erich Honecker, inmortalizado en el conocido mural donde se toman fotos todos los enamorados que turistean por este lado (el Mein Gott hilf mir, diese tödliche Liebe zu überleben o, para más corto, el Bruderkuss) son algunas de las obras que decoran profesionalmente esta reliquia de tiempos de la guerra fría.
¡Díos mío! Ayudame a sobrevivir este amor mortal, que me hace besar a hombres dibujados en las paredes ante tu ausencia indefinida...

El grosor del muro, cortado de tanto en tanto, es ridículamente escuálido. En este caso, el trozo de tierra es aun más estrecho de lo que pudo haber sido la burocracia del Checkpoint Charlie. Casi me parece que lo puedo agarrar en toda su extensión con mi mano, si la estiro bien. Un pedazo vulgar y corriente de concreto, un conjunto de átomos, nuevamente, y todo cambia... 
No hay nada de especial en este muro por sí mismo. Recuerdo que aquel 9 de noviembre de 1989, en mi ignorancia infantil, me pregunté por qué hacían tanto escándalo por derribar una pared, si recién la tapia de mi casa amenazaba con caerse con el próximo temblor de cuatro grados mínimo. Y aunque suene demasiado ingenuo y cándidamente anecdótico, pienso que tenía razón. Y es que intrínsecamente, la tapia de mi casa y la East side gallery son la misma vara: son muros. Muros vulgares y corrientes. Pero de nuevo, la connotación que le da la gente es tan estratosférica, tan elaborada, tan compleja y, sobre todo, tan absurda, que de un momento a otro este muro de Berlín se convierte en una catástrofe inevitable que cae del cielo, en algo incluso lógico, hasta natural y que, con todo descaro, pasa a ser aceptable por casi 30 años. ¡Casi 30 años! Prácticamente todo lo que llevo yo de vida y la gente tenía que convivir con ese armatroste dividiendo la ciudad, como si fuese algo obvio e indiscutible. A veces me da vergüenza que algún día vengan unos extraterrestres y se encuentren con estos conceptos imaginarios tan ridículos que la gente llama fronteras. Es que ni siquiera primitivo puede llamársele a esto, los cavernícolas no perdían tiempo en estas intrascendencias ideológicas.
Ridículamente absurdo....

Tal vez, respecto del muro de Berlín, los cuatro gatos que me leen hubiesen esperado una entrada del blog más profunda y reflexiva. Podría comentar los diseños de los murales con mis precarias cualidades de crítica del arte, describir la abrumadora opresión ante la imponencia del muro en cuestión, la energía acumulada que guarda su aura cargada de sueños bloqueados, mencionar hechos históricos después de inyectarle a mi cerebro una dosis de wikipedia, o criticar el capitalismo, vencedor indiscutible de la bipolaridad del planeta y que ha conquistado, finalmente, ambos lados de este enorme obstáculo a la razón. Incluso, podría comentar la infaltable tienda de souvernirs, donde por un euro ponen en el pasaporte el sello del Checkpoint Charlie. 
Pero la verdad es que nada de eso me impresiona como el hecho de comprobar que puedo pasarme de un lado al otro sin que me disparen. Aparte de todo el interés económico y la ideología accesoria que siempre maquilla sus ansias desmesuradas de poder, ¿de verdad que no hay nada, absolutamente nada, que haga un lado distinto al otro? ¿Cómo la humanidad no se percató antes de semejante evidencia? ¿No podían realizar ese sencillo experimento antes de ponerse a construir un muro e inventarse un puesto fronterizo tan absurdo, que es hoy apenas una casetilla en medio de una calle, con un McDonald's del lado gringo y un enorme cartel del iPad 2 del lado soviético? ¡Hasta la publicidad germina igual hoy en día de ambos lados!  
Lado gringo

Lado soviético

El aire no es más fresco, la tierra no se siente distinta , el cielo cuenta con las mismas estrellas y el sol alumbra igual. Y quienes se proclamaron como los más capaces de gobernar la Tierra, fueron tan estúpidos como para no darse cuenta, o lo suficientemente astutos como para convencer al mundo de que, más allá de sus intereses personales, en efecto, ambos pedazos de tierra son tan únicos y especiales que bien vale la pena morir por ellos. Y así, por décadas, convirtieron miles de razones incuestionables en otro ladrillo en el muro y, aún hoy, lo siguen haciendo. All we are is just another brick in the wall.
Cualquier lector que guste de hilar delgado dirá que esta entrada no es más que una falacia de reducción al absurdo. Y tendrá razón. Pero me parece que, de vez en cuando, las grandes ideologías, religiones y demás fanatismos que separan a la humanidad deberían de someterse a este tipo de triquiñuela retórica, solo para descubrir la verdadera falacia absurda que, en realidad, son.
O dicho de una forma más llana: al final todo es la misma mierda, pero con distinto olor.

martes, 4 de octubre de 2011

Exorcizando Berlín Parte II

Rally por Berlín. 
Tiempo aproximado: 8 horas (mientras me pierdo y pregunto en alemán...). 
Objetivos: East Side Gallery, Checkpoint Charlie, cementerio judío de la Grosse Hamburger Strasse, cementerio de Dorotheenstadt, la iglesia memorial Keiser Wilhelm, Tiergarten, Schloss Bellevue, la Columna de la Victoria y la puerta de Brandemburgo noch ein mal, porque se me ha olvidado tomar la foto oficial con la Cow.
¡Pufffff! NO me canso de Berlín. ME ENCANTA. Pero, lamentablemente, hay finales que llegan más pronto de lo que uno quisiera, y tengo solo unos días aún antes de que se cumplan mis tres meses de ley en la zona Schengen, que será muy de vanguardia, pero a los extranjeros, definitivamente, nos jode la existencia migratoria. 
En vista de la situación, he prolongado mi estadía solo por 24 horas más. Aparte, no he encontrado viaje por medio de una página de Internet que funciona en Alemania y Austria en la cual, si alguien va de una ciudad a otra por carro, postea cuántos sitios tiene libres y cobra una suma módica por la gasolina. En Austria no tuve problema en trasladarme desde Innsbruck hacia Salzburgo con un estudiante de arquitectura, y de Salzburgo a Viena con una estudiante de canto alemana y un mae que iba a a un desfile de modas de su hermana en la capital austriaca. Sin embargo, para ir de Berlín a Munich, y luego de Munich a Innsbruck, de regreso a la cama de Johannes con vista a los Alpes, no he topado con suerte y, con resignación y chimazón monetaria, me iré como la mayoría de tristes y arios mortales: en bus, y luego, en tren.
Así que nada: a ponerle bonito al rally hoy. 
Parada #1: Luego de caminar a lo largo de un buen trozo de muro, enrumbo hacia el primer cementerio judío de Berlín. Ya es conocida mi fascinación por la Segunda Guerra Mundial, la cultura judía y los cementerios, de modo que esta es parada obligatoria para mí. Destruido por la Gestapo y usado de forma cruelmente irónica como campo de concentración transitorio, aparte de los usuarios titulares por siglos, alberga fosas comunes de aproximadamente 2000 víctimas de la guerra, incluyendo miembros de las SS y de la Wehrmarcht (a saber por qué). Afuera, cuenta con una escultura que representa los judíos de la persecución nazi, que es prácticamente la única forma de poder enterarse de que está allí, puesto que es pequeño y discreto. Al menos, a mí me costó vagar por una media hora en un vecindario, entrar en otro cementerio equivocado y en el jardín de una iglesia, hasta dar con él y sus tumbas pisoteadas por odio, dolor y, por supuesto, los años.
Primer cementerio judío de Berlín

Parada #2: Siguiendo con el tour necrofílico, camino hacia el cementerio de Dorotheenstadt, donde se encuentran, entre otros, Bertolt Brecht y Hegel. Son varias cuadras, y me detengo al cabo de un rato a comprar postales. 
Mi delirio cuando viajo son las postales y en este viaje en Berlín cometeré la insensatez de gastarme unos 20 euros en este capricho souvernirístico. Mea culpa. Pero es que me encantan las postales aquí: muchas son de corte histórico, relacionadas con el muro o la II Guerra Mundial, de modo que las puedo visualizar, perfectamente, en el apartamento que pienso tener cuando acabe el fin supremo, en un cuarto que servirá de estudio y donde pondré objetos de mis viajes para inspirarme en potenciales novelas históricas. 
En fin, habiéndome cagado un poco en mi presupuesto, que no está para estas delicatesses considerando que irme a Austria no me saldrá tan barato como lo había pensado, salgo con la compra hecha y el pecado cometido de la tienda, cuando mi vista se tropieza con un edificio abandonado. O bueno, en realidad no es un edificio abandonado en el sentido estricto de la palabra: es un taller de arte de okupas. ¡Maaaaaaae! Esto para mí equivale, más o menos, a haber encontrado Disneylandia. Y es que Berlín es la esencia de las subculturas. O para decirlo a calzón quitado: gente rara.  
Esto es Berlín: gente rara

En este caso, ya desde la entrada, encuentro una familia hippie: papá, mamá e hijo de cabello largo, con su perro. Y adentro TODO un universo pluricultural de unos seis pisos por descubrir. Tatuado con graffiti, el edificio alberga varios talleres donde artistas de diversos países venden ropa, esculturas, pinturas, posters...  Por supuesto, hay latinos, que son los primeros que me topo en el segundo piso: un trío de chilenos, un argentino y un mexicano. Inmigrantes ilegales todos, trotamundos y bohemios, me invitan a una cerveza y a un purito, a pesar de que la Cow, espantada, debe ocupar una silla con un cuero de una vaca infamemente colocado para recordarle la brevedad de la vida. 
Dadaísmo. Para esto viajo: para conocer gente que vive la vida que ha elegido y no la que le ha tocado. Aunque algunos afirman que he tenido muchas experiencias poco tradicionales, yo sostengo lo contrario: cuanto más viajo, más me doy cuenta de que en realidad no he hecho la gran cosa. Yo tendría que quedarme en Berlín en una casa okupa también, por unos meses. Tendría que irme a un kibutz en Israel. Y pasar un invierno en el norte de Suecia, donde nunca sale el sol, corriendo trineos con perros. E ir a aprender a construir prótesis con materiales reciclados para las víctimas de la guerra en Sierra Leona.  Hay tanto por hacer y tan poca vida... A mí no me va a alcanzar. Eso es un hecho.
Y con todo y que soy consciente de que no me va a alcanzar, y que esto es solo un fractal de este gran hecho trascendental, aún así me quedo un buen rato, sentada en el taller de arte okupa hablando en español sobre el significado de la vida. Luego, recorro cada uno de los pisos del edificio, descubriendo collages, grafitis, poemas ocultos en paredes y mercadería de arte urbano por todas partes. 
Familia en el edificio okupa

Yo, en el edificio okupa

Pisos y pisos por descubrir

Arte random...

Y personajes únicos e irrepetibles.

Vaya, después de esto voy a tener que correr si quiero terminar mi recorrido por Berlín antes de partir mañana muy temprano. Así que vamos hacia la....
Parada #3: Siguiendo con mi afición por los cementerios, es momento de visitar algunos muertos famosos en el cementerio de Dorotheenstadt. Hegel, Heinrich Mann y el mae que hizo los caballos de la famosa puerta de Brandemburgo son algunos de los inquilinos eternos del lugar. 
Extremadamente pequeño, a diferencia de otros reinos de Hades europeos como el Pere Lachaise en  París, o el cementerio central en Viena, constituye un campo de árboles en el centro de Berlín, romántico y sencillo. He tenido suerte: si fuera un sin fin de lápidas, con el tiempo en mi contra, no lo hubiera podido disfrutar, ni encontrar los cadáveres famosos de mi interés. 
Hasta el momento, la tumba que más me había gustado de todas las que he visto en mi vida, había sido la de Chopin en París. Con un ángel triste quien, violín en mano, mira hacia la tierra que oculta el silencio del pianista, nunca había visto un sepulcro tan hermoso. Y en el suelo, partituras, flores y banderitas de Polonia. La doble barra definitiva para un músico, con toda la pompa y circunstancia.
Sin embargo, la de Bertolt Brecht es aún más bella: un jardincito rectangular, con dos piedras que dicen con una letra parejita, simple y hecha a mano, en sencilla pintura blanca: Bertolt Brech y Helene Weigel-Brecht. Al lado, un farol pequeño, por si en una noche oscura sus fantasmas ocupan un poco de luz para llegar al final del túnel y una canastita con flores. Es todo. Yo la verdad siempre he pensado en ser incinerada, pero si no hay hoguera suficiente como para quemar este cuerpo que se negará a dejar de existir después de todos los placeres que ha probado, y no me queda de otra que seguir ocupando espacio en esta tierra, ya he decidido que quiero una tumba así. Que tomen nota, entonces, quienes me sobrevivan. Dejo constancia en este blog. He dicho.
La tumba de Bertolt Brecht

Claro, tanta espiritualidad y consciencia de la brevedad de la vida tenía que ser interrumpida por una necesidad corporal: y es que me estoy meando hardcore. Tanta cerveza en el taller okupa ya ha recorrido mas o menos el metro que tengo entre un hueco y otro, de modo que mae, qué falta de glamour, pero este cementerio es un bosquecito, no hay casi nadie y aquí cerquita de la tumba del mae que hizo los caballos de la famosa puerta de Brandemburgo hay un arbusto muy conveniente... Puffffff, qué dadaísta: mezclar el abonado suelo del cementerio de Dorotheenstadt con mis meados y los cadáveres de solemnes alemanes como Hegel. 
En un esfuerzo sobrehumano de respeto, al final me aguanto como las grandes y salgo en busca de un Subway, a ver si puedo usar un baño. Pero volvemos a uno de los eternos problemas de Europa: ¡cobran siempre por los putos baños! O al menos que compre un sandwich, claro está. Pero cuesta como 5 euros y mientras escojo entre el pan integral, de avena o con orégano, me debato entre el cangrejo, el jamón de pavo o el pollo, pido la mitad de queso blanco y la otra de amarillo, solicito que me lo calienten un poco solo hasta que se derrita el queso pero que no quede demasiado tostado para poder pellizcar el pan (ritual que siempre  hago), escojo entre todos los vegetales la lechuga, el tomate, las aceitunas, los pepinillos y el chile dulce, me cuestiono si le hablaré a algún hombre guapo durante el resto del día y decido, por ende, no agregarle cebolla , le pongo mostaza y salsa de tomate, digo que no gracias, que sin sal, ni pimienta, y lo pido para llevar, está MÁS QUE CLARO que ya me oriné encima. Así que ni modo, amable sandwich artist, quédese usted con su emparedado y yo me voy a buscar otro baño.
Al final, alcanzo la estación del tren y encuentro el baño público. Si han leído este blog, recordarán quizás un episodio similar, pero en un baño de Liechstentein. Desde entonces, procuro cargar con una moneda de 50 centavos de euro o su equivalente, para enfrentar este tipo de eventualidades. Pero ¡maaaaae! WTF? Aquí en Berlín orinar cuesta nada más y nada menos que la módica suma de un euro. ¡Ladrones arios! Refunfuñando, pago el bendito euro y lo pongo en la columna de pérdidas del viaje dadaísta. ¡Señor!
Parada #4: ya más relajada, camino hacia el Tiergarten, el Schloss Bellevue y la columna de la victoria. El vecindario de Angela Merkel, pues. La tarde cae y cae y cae... Si quería ver el museo del Checkpoint Charlie, nachste mal. Tomo las fotos de ley, aunque hay una de la que, lamentablemente, tendré que prescindir: la Cow en la puerta de Brandemburgo. Tantas que tomé ahí el día anterior y abandoné impunemente a mi bovina compañera de viaje cuando era también su momento de exorcismo, aunque en aquella época, posiblemente, 7 años atrás, estuviese decorando los estantes del cuarto de una niña en los fríos confines de Indiana. Tut mir leid, Cow...
Una limusina, la torre de televisión, la puerta de Brandemburgo y yo... ¡Falta la Cow!

Parada #5: bombardeada durante la II Guerra Mundial, como la totalidad de Berlín, la iglesia memorial kaiser Wilhem conserva aún una de sus torres sin reconstruir, como recordatorio de la barbarie bélica desencadenada por los nazis. Procedente de la columna de la Victoria y con el sol casi dejando también el área Schengen al menos por este día, me bajo en la Breitscheidplatz para visitar rápidamente la penúltima parada de mi rally por Berlín.
Modernos edificios me rodean: un centro comercial gigante, algunos restaurantes, dos edificios altos y un monstruo de cemento coronado por la estrella de la Mercedes Benz. Algunas esculturas y unos osos que  han invadido las calles berlinesas, en lo que tiene toda la pinta de ser un bear parade. Pero no hay ninguna iglesia cerca, y menos con la torre destruida.
Corroboro la dirección. Es correcto: Breitscheidplatz. Me fijo en las fotos del libro sobre Berlín que me ha prestado Oscar. Es correcto: algunos de los edificios que me rodean aparecen justo a la par de la iglesia kaiser Wilhem. Chequeo las calles aledañas. Es correcto: según el mapa, no hay equivocación. Pero la maldita iglesia (perdón, la bendita iglesia) ¡no está! Comienzo a sentir que pierdo la razón, como análogamente sucedió con el episodio de las botas de Stanlin en Budapest. Pero bueno, unas botas de una estatua igual se pueden desplazar, como efectivamente sucedió en ese caso, pero ya una iglesia... ¡Toda una iglesia no se mueve por principios físicos y religiosos! Y menos si la han dejado ahí, a medio derribar, con el exclusivo fin de ser una cicatriz arquitectónica visible para el aprendizaje de las futuras generaciones. Mae, yo al chile que me he de estar volviendo loca... Doy vueltas y vueltas y vueltas, mientras el sol sigue dando la vuelta más rápido y va a desaparecer sin que yo pueda llegar a la meta del Checkpoint Charlie. ¿Qué carajos pasa con estos universos paralelos que parecen solo existir en las guías turísticas?
En un momento de desesperación, me siento en una grada, intentando encontrar la puerta que me lleve de nuevo a la dimensión en que existe la iglesia kaiser Wilhelm... cuando de repente, al chile que veo una puerta. Una puerta demasiado antigua como para formar parte de los edificios que me rodean y menos, del que tengo justo enfrente de mí. Pero sin duda, es una puerta. 

La puerta hacia la dimensión de las guías turísticas

Y es entonces cuando descubro que este edificio moderno, que tengo en mis narices, es nada más y nada menos que la iglesia que tanto he buscado los últimos 40 minutos. Tal parece que, después de 65 años de tenerla como recordatorio de la II Guerra Mundial, finalmente se les ha ocurrido restaurarla y, para no develar el resultado antes de tiempo, la han envuelto en un capullo de paneles hasta hacerla parecer, efectivamente, como un edificio más. ¡Maaaaae! Me siento tan tercermundista... Yo no sabía que esto era posible: disfrazar una iglesia del siglo XIX de edificio moderno. Pufffff... me siento anonadada por las maravillas tecnológicas del G7. La polada me ataca por la espalda y, luego de comprobar que otro de los monumentos que buscaba también se encuentra en obras, me voy de la mutante Breitscheidplatz hacia el Checkpoint Charlie, parada final de mi rally, que será visitada ya a oscuras.
¿Cierto o no que ustedes también se hubieran quedado bateados? ¡El edificio blanco es una iglesia!

Mañana, cuando salga el sol, tomaré un bus rumbo a Munich, donde saldré corriendo hacia la estación del tren, sin ver una de las ciudades que más me interesan de Alemania, para regresar a las hermosos Alpes del Tirol y a las manos como raquetas de ping pong de Johannes, y sus ojos de niño, y su hamaca colgada en el jardín... Y lejos de de mí se irá, finalmente, el fantasma de mis traumas pasados en Berlín. 
Tal y como me dije a mí misma siete años atrás: así como en las postales que tanto me gustan se ve Berlín destruida hasta sus cimientos después de la II Guerra Mundial y hoy día, se ha convertido en una de las ciudades más apasionantes del orbe, así también yo he logrado resurgir desde mi última visita a la capital alemana, cuando llegué ahí viajando por primera vez sola, obligada en vista de las circunstancias, con el ánimo mutilado por dos de los hombres que más he amado en mi vida.
Y hoy, aunque sigo sola, pagando mi karma de aquella ocasión, al menos ya no tengo temor de recorrer el mundo sin la mano de alguien y soy un poco más fuerte, un poco más madura y un poquito más sabia. Hay mayor paz en mí. 
Berlín, después de siete años, finalmente, ha sido exorcizado...