Desempleada, solterísima y con los salarios producto de recitar "Thank you for calling Bodog wagering, my name is Andrea, may I have your account number, please?" un promedio de 6048 veces, este es el relato de una mujer de 30 años, quien un buen día decidió iniciar un periodo dadaísta en su vida y subirse a un caballito de madera solo para balancearse un rato sin llegar a ninguna parte, bajo la filosofía de Charlie García: "La vida es disfrutar el paso del tiempo".

martes, 29 de enero de 2013

Cosas que se quedaron en el tintero

El mejor beso
No, no fue con vos. Fue con otro. Con otro español. Diay sí, consabida es mi debilidad por los españoles.
Es la madrugada, pero el sol se resiste a salir con temprana desgana primaveral. Estamos sentados en el sofá, azul oscuro como el cielo que queda más allá de la ventana. Fumamos pausadamente, sin la prisa de los opiáceos.
Aún tenemos en los labios el sabor del vino. Aún tenemos en el cuerpo el calor de la discoteca. Aún tenemos en las manos esa tensión sexual entre nosotros, desde que nos encontramos en la estación del metro un par de días atrás.
¿Quieres más?, me pregunta con acento valenciano, pasándome la pipa. Pero ya no queda más que una ceniza de oscuro color indescifrable después de que él ha inhalado por una última vez. Se ha llevado dentro de sí el humo y la felicidad coloreada de verde.
Ya no queda, señalo. Se ha acabado, así como pronto se acabará esta noche.
Acércate, me indica.
No. No se ha acabado, así como no se acaban de prisa los recuerdos. Así como no te acabás vos nunca. Por más que lo intente.
Y, despacito, él suelta el humo que le queda dentro de sí, suavemente, dentro de mi boca, hasta que llega a lo más íntimo de mi ser.
Fue el mejor beso, ese, con aroma a marihuana...


Los sordos húngaros
Estamos en un hospital bajo una colina de Budapest. La entrada casi no se nota, a no ser por unos cuantos turistas que hacen fila en lo que parece ser una ladera como las de toda la vida en el lado de Buda.
Aquí he llegado gracias a Elizabeth, la peruana que de casualidad he conocido tomando fotos en el Bastión de los pescadores. Como ella es médica, ya tenía subrayado este museo/hospital como un punto culminante de sus vacaciones húngaras.
El hospital, oportunamente ubicado bajo tierra, servía de clínica durante la Segunda Guerra Mundial y, en las épocas de la Guerra Fría, como refugio antinuclear, en caso de que Estados Unidos y la Unión Soviética decidieran lanzarse los peluches y, como daño colateral, acabar con el mundo.
Entramos con un grupo de unas 20 personas al recorrido, precedidas por dos guías: una habla inglés y el cantarino húngaro, mientras que la otra lenguaje de señas. Y es que, con algunas excepciones, casi todos los visitantes son sordos.
Después de pasar por salas de operaciones, habitaciones con muñecos de cera vestidos con uniformes militares agonizando demostrativamente, y bodegas para almacenar comida y sobrevivir algunos días más después del apocalipsis, llegamos a un cuarto con varios instrumentos de comunicacíón obsoletos. En medio, una sirena de palanca (para avisar cuando existía la amenaza de un bombardeo) descansa tan muda como la mayoría del grupo de visitantes esta tarde.
La guía, primero en su inglés medio británico y luego en su melodioso húgaro, ofrece la posibilidad de hacerla sonar. Me ofrezco inmediatamente, porque a ver: si alguien me hubiese dicho hace un año que estaría en un hospital/refugio antinuclear bajo una colina de Budapest, sonando una sirena de la Segunda Guerra Mundial, para un grupo de húngaros sordos, ¿lo hubiera considerado probable? No. Entonces más que la hago sonar, aunque ninguno de ellos me escuche y me vean sonrientes girar una manija en su eterno silencio absoluto.


Budapest Ink I
Se llama Jon. Es del frío y gringo Maine. Es escalador. Trabaja con los Peace Corps. Vive en Burkina Faso. Y está pasando vacaciones en Budapest, como yo. Y, además, está tan tatuado como yo.
Cada mañana nos sentamos en el balcón del apartamento de Kami, nuestro couchsurfer host, que da al Danubio, el cual, como ya dijimos, no es tan azul.
Cada mañana nos contamos, el uno al otro, qué significan nuestros tatuajes. Uno por cada desayuno.
Hay unas líneas en su brazo. Yo pienso que ha de ser un tribal, de esos quemados por las revistas y el vox populi de la tinta, que al final nada significan. Pero este, más profundo que las modas pasajeras, sí significa algo.
Jon tiene dos hermanas, a quienes casi nunca ve. Bueno, viviendo en Burkina Faso eso es esperable. Los tres escalan. Y un día, entre muchos años por delante y muchos años por detrás, se juntan los tres para hacerlo. Es de esos momentos que, conforme se aleja uno de la infancia, comienzan a ser más y más tristemente esporádicos.
Al final, cuando llegan la cima, lanzan una de las cuerdas de escalada al aire y, mientras cae, toman una fotografía. La forma que tomó la cuerda en la foto es lo que lleva tatuado en su brazo. Le gusta pensar que escalar y ser hermanos es el lazo que los une, no importa cuán lejos estén, no importa cuán lejos esté el helado Maine de la ardiente y olvidada Burkina Faso.

El lugar más extraño para hacer couchsurfing
Una escuela abandonada. Así es. Ahí vive Matthew, un australiano que después de 27 años de vivir en Sydney se compró un tiquete sólo de ida a Europa y, de alguna manera, terminó en el sureste de Londres.
Luis y yo pasamos un par de noches, entonces, en su peculiar studio apartament, que es un aula enorme. Sí, un salón de clases, con una pantalla gigante en la cual se pasan películas cada noche para todas las almas que ahí encallan. En nuestro caso, además de Luis y yo, un padre estadounidense y su hija de 18 años (a quien ha llevado a Europa para que aprenda a mochilear y pedir ride a la vieja usanza), y un par de chicas belgas, quienes han venido a Inglaterra para un festival de rock.
Matthew, así como otras siete personas, vive en el edificio desde que, en 2007, decidieron cerrarlo por falta de alumnos. Les pagan por cuidarlo y, como bonus extra, los dejan vivir ahí. Ad hoc guardians se llama el sistema.
Más allá de tan peculiar hábitat, encuentro el perfil de Matt fascinante: además de compartir conmigo la tendencia Tarantino, afirma haber visto a alguien lanzar un cigarrillo al suelo en un club nocturno, verlo rebotar y luego caer de forma vertical como si alguien lo hubiera puesto allí con mucho cuidado. Aunque afirma que aún espera un couch request de un axe murderer maniac porque sería un huésped interesante (y no somos ni Luis ni yo aficionados a matar gente) y a pesar de que asegura que la gente open minded no es precisamente emocionante (y así me he definido yo en mi perfil) nos recibe en su aula una fría y cobre tarde de octubre. Luis y yo decidimos pagarle con una caja de cereal, del cual Matt es un gran aficionado, y de cuyo techo, como prueba irrefutable, cuelgan varias cajas vacías.
El techo del lugar más peculiar en que he hecho couchsurfing.

La primera noche, iremos a una carne asada del vecino del aula de junto, quien cuenta con algunos españoles de visita y veremos Pulp Fiction desde un colchón grande en el suelo, cubierto por una especie de tienda de campaña hecha con cartones. La segunda noche, Luis y yo nos perderemos viniendo de Candem Town, con una caja de cereal bajo el brazo, cuando nos bajemos dos veces en la última parada de bus, sin haber visto jamás el rótulo de St. Mary Cray, nuestra estación, desde el segundo piso del bus. Y créanme: se ve uno ridículo perdido con una caja de cereal bajo el brazo, caminando por Londres a las 10 p.m., buscando nada más y nada menos que una escuela abandonada para pasar la noche.



Ask him about his grandfather's knives
Se llama Kami. Es húngaro. Es escalador. Tiene un hijo de cinco años que vive en los Estados Unidos, de quien guarda juguetes entre los estantes, entre los libros, entre las ausencias que duelen. Vive en un lindo apartamento con un invernadero secreto, donde crecen plantas no tan secretas y que, la verdad, no deberían de serlo. Se llama Kami y no tiene ningún tatuaje.
Sentados una noche, acompañados de cerveza y humo verde, en su balcón frente al Danubio oscuro, Jon y yo pensamos en un tatuaje para él.
Cuando hemos llegado a su casa ubicada en el lado de Buda, cada uno por nuestra cuenta, de primera entrada nos han llamado la atención los cuchillos enormes con los que Kami suele cocinar. Los cuchillos, a todo esto, tienen una historia.
Corren los tiempos de la Unión Soviética en Hungría, nación con la que suelen tropezarse casi todos los conflictos en la historia occidental. En la plaza del pueblo de su abuelo, hay un tanque abandonado que todos los días adelgaza a pedacitos. Los cuchillos que Kami usa fueron, alguna vez, ese tanque abandonado, creatividad hecha en un país en el que tantas veces no hubo ni qué comer, pero simpre algo qué cortar. Los hizo su abuelo, quien estaba un poco más preocupado por su familia que por el régimen.
Le sugerimos a Kami que, si quiere una historia para contar con un tatuaje, debería de escribirse en un brazo: Ask me about my grandfather's knifes. Y, para nosotros: Ask me about my hungarian friend´s grandfather's knives.

Jon, Kami y yo, con los legendarios cuchillos de su abuelo.


La importancia de trabajar en el verano
Me lo dijo una holandesa, en el puerto de Bar, en Montenegro, cuando después de mi deportación albanesa me disponía a cruzar hacia Bari, Italia: en estos lugares que viven únicamente durante el verano, hay que matarse trabajando de sol a sol cual hormiga, sin tener chance de comportarse como cigarra ni un instante. Luego, llegará el otoño y el frío, y la ausencia de turistas, y la pobreza y todas esas tragedias que puede pasar una niña vendedora de fósforos en un invierno europeo.
Ella, lo suficientemente enamorada de un montenegrino como para dejar Holanda y mudarse con él y los restantes diez miembros de su familia a una sola casa, ayuda en un hostal ubicado en el primer piso. Todos, mientras el buen clima lo patrocine, trabajan para ahorrar dinero: desde la hermanita menor recolectando los tiquetes del trampolín en el parque, hasta la abuela atendiendo una pulpería que se abre cuando el cliente lo solicite, así sea a intempestiva medianoche. Y, por supuesto, si llegan más huéspedes de lo esperado, no dudan en cederles sus propias camas para dormir todos hacinados en el suelo de la sala principal.
Mientras la escucho atentamente, no se me cruza por la jupa que yo voy a tener que hacer lo mismo. Bari, ubicado a la par de una playa de cuestionable belleza, pero playa al fin y al cabo, derrocha vida en el verano, pero a finales del otoño comienza a tornarse taciturno y marchito, hasta que sucumbe a una llovizna fría y molesta.
Con tan cálido pronóstico del tiempo para los futuros meses, en más de una ocasión en los hostales de Francesco improvisamos camas o llegamos a ceder magnánimamente las nuestras, con el fin de aprovechar al máximo la lucrativa temporada veraniega.
Por supuesto, entre las leyes italianas esto no está precisamente bien visto: bed an breakfast, hostal u hotel se miden por el número de camas. Cualquier exceso en la cifra será considerado delito. Con las que tenemos improvisadas esta noche de overbooking, calificamos ya más o menos como a campo de refugiados, por los escasos baños y metros cuadrados para compactar a tanto mochilero desaliñado.
Así que nos vemos en severos problemas Luis y yo cuando una pacífica noche de verano, en que clientes y staff estamos hacinados gracias a un partido de fútbol entre España e Italia celebrado en Bari, mientras fumamos en el balcón, somos interrumpidos en nuestras divagaciones por una patrulla municipal lista para requisar el hostal.
Multas estratosféricas en euros, clausura del hostal, referencias negativísimas en la página de Hostelworld y todos los huéspedes expulsados por la policía en medio de la noche son algunas de las posibilidades que se nos cruzan por la cabeza, mientras no atinamos a qué decir y desde abajo, entre italiano y un inglés rudimentario, los policías nos solicitan abrir la puerta.
En un último intento lingüístico desesperado, optamos por escondernos del bombardeo de preguntas tras la misma torre de Babel: ambos comenzamos a hablar rapidísimo, en argentino y en tico, hasta que los policías pierden la paciencia idiomática y deciden marcharse a atender delitos más importantes que gente hacinada en un simple hostal.
Para el mediodía siguiente, por si las moscas, habremos acomodado a los huéspedes restantes en otros hostales y arrasado por completo con el piso, desde los camarotes hasta los rótulos de “cierre la llave del gas” de la cocina, en un torbellino de desmantelamiento en busca de impunidad municipal.
Cuidadosa y mínimamente amueblado permanecerá el hostal varias semanas. Todo porque unos amigos de Mohamed han sacado, durante la noche, un inodoro viejo y otras varas inútiles que, alguno de los amables vecinos del edificio, ha considerado un robo y una excelente excusa para fastidiar nuestra existencia una pacífica y lucrativa noche de verano.


Budapest Ink II
Se llama Jon. Tiene unos ojos profundamente azules. Es escalador. Lleva casi dos años en Burkina Faso, trabajando con los cuerpos de paz estadounidenses. Se llama Jon y estoy con él en Budapest, desayunando desde el balcón, frente al grisáceo Danubio.
Le he contado lo que significa mi tatuaje de El Principito volando lejos de su asteroide, que cubre en mi tobillo cicatrices de cuya causa no quiero acordarme. Él, por su parte, me cuenta qué significa la tortuga cerca de su rodilla.
Un día, Jon y su mejor amigo escalan entre azules: el azul del cielo y el azul del mar. Un acantilado contra el que se suicidan las olas, con fuerza. Los retos vienen en esas formas a veces.
Jon se encuentra más cerca del cielo que del mar. O al menos, eso cree, mientras avanza más rápido que su amigo quien, un poco más abajo, se encuentra más cerca del mar.
Pero se equivoca. Es su amigo quien está más cerca del cielo. Cuando Jon mira hacia abajo, el mar se encarga de llevárselo lejos, más lejos de todo lo que conocemos.
Jon se consuela pensando que su amigo se convirtió en una tortuga, mar adentro.










martes, 15 de enero de 2013

Mind the gap


Everything you heard about London is true. La guardia real está conformada por soldaditos de plomo mecánicamente coordinados. Todo cuesta no sólo un ojo de la cara, sino también un riñón. Y efectivamente: los ingleses tienen los dientes más feos de todo el universo odontológico.
También, según narra la leyenda de Lonely Planet, los museos son gratis. Y mandaría huevo que no lo fueran, considerando que, como el British Museum, guardan en sus salas fachadas del Partenón, un moái de la Isla de Pascua o momias de faraones, gatos, babuinos, toros, pájaros, cocodrilos y cuanto ser muerto se deje momificar, como si fueran simples souvenirs, llaveros o imanes de refrigeradora. Inexplicable es para mí cómo demonios llega uno a un lugar y dice: “Ah, mae, me cuadra esta pared” y se la lleva en pedacitos a la choza para terminar, eventualmente, en esta cueva del monstruo londinense. E igual con varas tan increíbles como la piedra Roseta (clave para descifrar los jeroglíficos egipcios), una estatua colosal de Ramsés II, o un caballo del Mausoleo de Halicarnaso, una de las 7 maravillas del mundo antiguo.En fin, digamos que, después de presenciar semejante colección de robo descarado, no me siento tan mal por robarme cuatro postales de un kiosko a la orilla del Támesis.
Yo, alimentando a un caballo de esos de bolsillo, que suele uno robarse de alguna de las 7 maravillas del mundo.

Sí, eso es Londres: un cluster de todo lo que colonizó Inglaterra en sus glorias victorianas. Es, así, cosmopolita en su máxima diversidad humana, como extenso llegó a ser el imperio anglosajón alguna vez. Polarizada en extremos culturales, desde los pulcras ceremonias de la realeza cada mediodía con el cambio de guardia, hasta las calles punketas matizadas por los Sex Pistols y hechizadas por los fantasmas de Sid y Nancy. Desde las mujeres con burka sentadas al sol del Hyde Park hasta los skinheads merodeando más allá de los bordes de Candem Town. Desde el té en tacita de porcelana en Kingston Palace Gardens, uno de los vecindarios más caros del mundo, hasta la cerveza llana en el bohemio barrio de Brick Lane.
En fin, cualquier pieza calza en este rompecabezas de culturas variopintas, incluso yo, quien junto con Luis llega por 10 días en fuga del departamento de migración italiano. Francesco, en su generosidad proverbial, nos ha patrocinado el viaje, para que tengamos otro sello en nuestros pasaportes que nos permita quedarnos más tiempo en los estados Schengen. De este modo, estimados lectores de este caballito de madera, sobre el cual nos balanceamos británicamente, podrán haberse percatado de que mis jornadas en Londres pasaron sumergidas en la más genuina y campechana polada.
Pero, ¿cómo no hacerlo? Más allá de que esté ubicada literalmente en la mitad del mundo y que, como dueña y señora del tiempo, todos los relojes del orbe estén sincronizados con ella, Londres es, para mí, la capital del planeta Tierra. Sí, aunque el imperio británico no sea más la potencia mundial que fue. Y sí, aun sobre Nueva York.
Histórica como si fuese un museo urbano de la cultura occidental. Eso es Londres. Ir caminando y sentir que a cada esquina hay que hacerle una reverencia porque ahí está la BBC, porque ahí está la primera tienda Dr. Martens, porque ahí está el mítico barrio de Bloomsbury, casi una meca para todas aquellas que siempre hemos sido unas Virginia Woolf wanna be. Porque ahí está Abby Road, en cuya esquina vivir ha de ser un cague de risa: en caso de aburrimiento basta con sólo correr la cortina para divertirse con todos aquellos que buscan subir al Facebook la mítica foto Beatle. Difícil de tomar, por cierto, puesto que hay que soportar numerosos intentos fallidos y capearse los carros de quienes manejan por allí y que no ven something in the way we move, excepto turistas estúpidos que vale la pena extinguir del mundo por el bien de la humanidad.
Abby Road... Sí. El ridículo está permitido.

En todo caso, morir en Londres no deja de ser novelesco. Cerca estoy de lograrlo como karma luego de que, burlonamente, el primer día fotografío las según yo hiperbólicas indicaciones de cómo cruzar las calles en Londres (look left, look right). Ah mae, pero al chile que se ocupan: si no fuera por el oportuno jalón de Luis, hubiera muerto de forma muy londinense: arrollada por un bus de dos pisos justo en un cruce de Oxford Street. Con suerte, y ante las dificultades de repatriación de un cuerpo sin seguro de viajes, podría así haber sido sepultada cerca de Karl Marx, quien abona las tierras de la ciudad en su eterna antítesis.

Y es que prácticamente todo aquel que ha sido alguien en la cultura occidental parece haber pasado por aquí en algún momento, lo cual aumenta significativamente mis posibilidades de ser algún día una escritora reconocida más allá de los respetables cuatro gatos que me leen en este blog. En efecto: basta estar medianamente atento a las paredes de los edificios circundantes para percatarse, de un momento a otro, que está transitando uno frente a donde vivió Jimi Hendrix o Charles Dickens, o donde nació Alfred Hitchcock. Para hacer las varas coordinadamente británicas, los sitios de peregrinación están marcados convenientemente por un círculo azul, con la mayor precisión historiográfica.
Y, como si de una película de Hitchcock se tratara, también puede uno sufrir el síndrome de actor de la vida real, sintiéndose todo el tiempo atrapado en un trozo de film. Los colegiales vestidos con sus pulcros uniformes tipo Hogwarts. El sector financiero de Londres, con edificios tan modernos como para ser destruidos con pólvora por V de Vendetta. Los oscuros callejones que Jack el Destripador se esmeró en decorar con sangre. La detectivesca Baker Street, donde se baja uno del metro para toparse con la sombra astuta de Sherlock Holmes. Y efectivamente: el andén 9 y 3/4s existe en King's Cross, donde una fila de turistas, que quizás alguna vez también acamparon frente a una librería antes de medianoche, intentan probar que, al chile, no son simple muggles.
Siempre supe que no era una simple muggle!

Eso es Londres para mí, más allá de la vista de 360 grados citadinos que ofrece la carísima vuelta en el London Eye. Más allá de los teléfonos rojos, la abadía de Westminster o los leones gigantes de Trafalgar Square, la catedral de Saint Paul, la torre de Londres o cualquier otro monumento que se haya tejido con leyendas desde que la revolución industrial comenzó aquí a transformar el mundo más que nunca desde el neolítico. Londres va mucho, pero mucho más allá que una postal: es un espejo de lo que fue, de lo que es y de lo que será el mundo.
Y para todos aquellos incautos que caminan por sus calles, sin darse cuenta de su circo humano que se extiende más allá del bazar de saltibamquis que sobrevive a orillas del Támesis, la voz in the tube cuando uno baja del metro advierte: mind the gap, mind the gap, mind the gap...