Desempleada, solterísima y con los salarios producto de recitar "Thank you for calling Bodog wagering, my name is Andrea, may I have your account number, please?" un promedio de 6048 veces, este es el relato de una mujer de 30 años, quien un buen día decidió iniciar un periodo dadaísta en su vida y subirse a un caballito de madera solo para balancearse un rato sin llegar a ninguna parte, bajo la filosofía de Charlie García: "La vida es disfrutar el paso del tiempo".

miércoles, 27 de febrero de 2013

Yo no amo a Christian Grey


No. Yo no amo a Christian Grey. Podría, como lo han hecho miles de mujeres de los 60 millones de lectores que se ya se han comprado este libro, como lo indica la decadencia literaria de nuestros tiempos, secuestrados por los estantes de best sellers. Pero no, no lo amo. En realidad, es que no amo a nadie.
Aunque he de admitir que estuve cerca. Como comentaba un sábado por la noche, entre sangrías y comida libanesa con un grupo de amigas treintañeras (el público meta de tan nefasta obra), esta trilogía parece haber sido el resultado de un focus group, dentro del cual se reunió a diferentes mujeres para que echaran en un tazón papelitos con su ideal del hombre perfecto. De ahí, se destiló un coctel y, después de dejarlo enfriar, comenzó a venderse en forma rectangular, ya fuera en formato tablet o en el tradicional de papel, bajo el cursi e inexplicable título de 50 shades of Grey.
Iniciemos, entonces, por la agudeza sexo-sociológica obtenida de tan virtuosa y hormonal mezcla, y establezcamos, como ley ineludible para todos aquellos machos que deseen aparearse con una hembra en el siglo XXI, que todo hombre debe ser:
1. Guapo, guapo, guapo, guapo, guapo. No pasable: GUAPO.
Para comenzar, todo entra por los ojos (si bien es cierto que a las mujeres se nos suele enamorar más por los oídos), de modo que empecemos con el físico del mae, que se describe en el libro de forma tan orgásmicamente impresionante, que a mí ya al final ni Matt Bomer me parece lo suficientemente guapo como para encarnarlo en la famosa película, con la que más de una se terminará masturbando en la soledad de un fin de semana sin nada mejor qué hacer (sí, quizás yo).
Christian Grey (de nombre tan bonito, además de todo) es un mae de cabello color cobre. Ni rubio (a mí rubio no me hubiera cuadrado), ni moreno (a muchas moreno no les hubiera cuadrado), para encontrar un sano equilibrio. Aquellas de gustos más exóticos, saladas, porque aquí el Ken tenía que ser estándar. Ni modo. En todo caso, tiene ojos grises, que no son precisamente los más comunes, para al menos echarle una pizquita de exotismo. Alto (obvio). Con cuadritos (obvio). Espaldas anchas (obvio). Cabello revuelto (obvio, chicos, desechen el gel, que el mae bien peinado no es sexy). Y una verga de generosos centímetros (obvio). Es decir, con el físico del mae en cuestión, ya a una se le moja el calzón.
Si, muchachos, más o menos esto es lo que exigimos...

2. Bien vestido. Si por la portada se juzga el libro, que tenga buena ropa para quitar y llegar así hasta la ultima página...
El objetivo de este punto es conectar con la niña interna y la mujer adulta consumidora en el juego previo antes del coito: no es fácil encontrar maes bien vestidos y, cuando aparecen, nada más excitante que se dejen vestir y desvestir, como se divertía una en la más remota infancia, cuando le cambiaba la ropa a los muñecos. Durante la novela, se nos ofrecerán entonces, para tales fines lúdico-sexuales, un guardarropa sensualmente varonil, que incluye camisas blancas de lino, chaquetas combinadas casualmente con jeans, pantalones de pijama sin camiseta (imperativo que los cuadritos deban verse en la penumbra de la alcoba), trajes enteros y, por último, corbatas polifacéticas, que también sirvan como juguetes sexuales. Punto a favor, me atrevo a esgrimir personalmente: nada más sexy, al menos para mí, que un mae con corbata de la cual jalarlo para darle un beso.
Y, para que uno no se sienta tan desprotegida y jugar nosotras también, Christian viene con un reguero de camisetas en todos los dormitorios que comparte con sus mujeres, para que una puede ponérselas (que pijama más cómoda y linda no hay que la ropa del mae que uno ama, con su aroma incluido...). Y, por último, si aún no había logrado conquistar, Christian Grey usa Converse. Pufff, ahora sí: caí rendida a sus pies.
3. Rico
Sí, rico sexual, pero rico con el significado básico según lo estipula el célebre Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: adinerado, hacendado o acaudalado. Si no, bastaría con una simple fotografía, como a los hombres les basta con una simple Playboy. Diay sí, dicen que nosotras, las mujeres, somos “complicadas”. Nos falta muchísimo más que un buen cuerpo y una cara bonita. Somos insaciables.
Y qué mejor cliché que el mae, obviamente, venga con accesorios. No, no necesariamente juguetitos sexuales. Más bien, que esté cagado en plata, para decirlo a calzón quitado, que es a este punto que deseamos llegar de todas formas.
El hombre perfecto viene con el apartamento de corte moderno. El Audi. El jet privado. El yate para el verano. La casa en Aspen para el invierno. El aparta en Nueva York para ir de compras. La empresa multimillonaria. El helicóptero, que lo sabe pilotear (súper sexy). Y, por supuesto, la capacidad de comprarle a uno un clóset completo lleno de ropa de diseñador, detallitos Cartier y un Audi tan solo para empezar, según se narra en una de las escenas más inverosímiles de toda la historia de la literatura (si es que a esto se le puede llamar literatura), en la cual Christian le condiciona a Anastasia Steel: “De acuerdo, acepto ser tu novio, pero sólo si me aceptas el Audi”. WTF??????? (De feria, yo leyendo esta vara sola en mi cama, un viernes por la noche...sia tonto).
4. Perfecto en la cama. No bueno: PERFECTO
Ok, suficiente materialismo, que no eso a todas nos conquista. Pero el sexo... Claro, Christian tiene que ser perfecto en la cama, que no solo de dinero vivimos las mujeres. Incluso, es tan, tan bueno, que hasta la más mojigata se llega a plantear a sí misma si que lo azoten a uno con una fusta en el clítoris puede sentirse rico. El mae se sabe todas las posiciones, todos los juegos, todos los orgasmos. Incluso, en caso de que sea una de corte más tradicional, el mae siempre, siempre, SIEMPRE, cargará con un condón en el bolsillo para el sexo más básico en posición de misionero. Siempre. Viene con eso incluido por default.
De rebote, la escritora, muy astuta, narra toda la historia en primera persona y en presente, de modo que una misma se descubre diciendo: “Christian me besa. Christian me muerde un pezón. Christian me penetra” y con semejante mantra, termina protagonizando la historia en la cabeza, más allá del papel y casi cogiéndose el puto libro, en la desesperación de una cama deprimentemente vacía.
A todo esto, Christian nunca se cansa de tener sexo. Está siempre listo, con una condición física que le permite aparearse a toda hora, digna de sus 27 años (joven aún, pero no un chamaco como para regarse a los cinco minutos, inundado por la emoción del coito).
Ganas de morderle esa manzana suavecito, entre muchas otras cosas más abajo...

5. Fuerte y decidido
Y es que Christian debe tener excelente condición física, obvio. Si no, ¿cómo va a protegernos a nosotras, indefensas lectoras? No, su testosterona en óptimo estado le permitará pichacearse a todo aquel que nos haga daño (aunque en un inicio ya nos habremos nosotras encargado de poner en su lugar al malo de la película, para no herir feminismos). Y también tendrá que ser lo suficientemente fuerte como para poder cargarnos en sus brazos, ya sea para casi secuestrarnos en media calle o llevarnos al cuarto, para lo cual sin duda servirá que seamos tan delgadas como lo exige Vogue.
Físicamente, no se podía esperar menos: Christian Grey es por antonomasia el macho alfa de la manada del siglo XXI, y junto con su fuerza varonil, tiene un don de mando incuestionable. A mí eso me sacaría de quicio, pero hay mujeres para quienes el hombre sigue siendo la cabeza de la familia. Desde lo más alucinante, como dirigir una empresa con miles de empleados, hasta lo más trivial, como a dónde iremos a cenar, él ejercerá el control. Pero no podría ser de otra manera: en mayor o menor grado, desde el tiempo de las cavernas, a las mujeres nos gusta que nos protejan y estar al lado de un hombre que sabe lo que quiere. Y E.L. James sabe eso también en su coctel del mae perfecto: las mujeres de 30 años, que somos el target, ya hemos dejado atrás cierta ilusión feminista y hemos aceptado algunas diferencias de género que son beneficiosas. Y no nos quejaremos si el mae quiere cuidarnos un poquito y tiene las condiciones de supervivencia de los tiempos modernos requeridas para ello.
A todo esto, no solo lo protege a uno, sino que de paso, como superhéroe que es, salva al mundo: el mae es totalmente filantrópico (sino, su riqueza sería mortalmente obscena e inmoral, más allá de su cuarto de juegos) y le gusta alimentar al mundo de forma ecológica, con el uso de energías renovables. Sí, chicas: hasta a las activistas las calienta después de la marcha hacia el Congreso exigiendo la paz mundial.
6. El chico malo
Efectivamente: los chicos buenos cansan a veces. Suelen ser aburridos. Predecibles. Más si no tienen cicatrices. Como leerse cuentos con moraleja cuando se puede leer Rayuela.
Christian Grey es un chico malo desde la adolescencia, agarrándose a pichazos en sus años borrascosos de niño mal portado, cuando era expulsado de colegios y se convertía en un alcohólico a escondidas. Diay, a algunas mujeres nos llaman la atención los chicos malos, desde la infancia, con Terry Grantchester en Candy Candy, y luego desde la adolescencia, con Dylan McKay en Berverly Hills 90210.
Dentro de este marco, la vida familiar del mae también entra en acción para conmovernos. Christian Grey es el hombre con un pasado misterioso, que nuestra curiosidad de Pandora hereditaria desea averiguar a toda costa. Ser misterioso es ser atractivo. Y eso me hace a mí, al menos, recorrer cada página del puto libro para descubrir su secreto, con todo y que sé que uno siempre debe desconfiar de los libros que se venden en el supermercado, más si es de un escritor que insiste en firmar solo con sus iniciales. Ese hombre que guarda un secreto, que lo hace tocar melancólicas piezas de piano en medio de la noche (el mae tenía que tocar piano, obvio, sin el lado sensible-artístico no sería el hombre perfecto).
Ese secreto que lo hace ser un hombre triste y miserable, a pesar de su riqueza y de su familia de postal, cuyos padres acaudalados tienen un armonioso matrimonio que les ha permitido adoptar niños para salvarlos de su desgracia urbana (incluyendo a la hermanita menor, porque a todas las mujeres nos gusta tener un hermano mayor medio celoso que nos proteja).
7. Todo hombre perfecto debe tener el defecto perfecto
Esta es la parte más interesante del hombre perfecto. Suelen decir los hombres que lo que más les molesta de nosotras, las mujeres, es que queremos cambiarlos siempre. Creo que tienen razón. Porque generalmente uno a un mae, cuando se enamora, lo ve así de perfecto como a Christian Grey... pero le falta algo.
Siempre les falta algo, porque los maes, simplemente, no son perfectos. Siempre vienen con algún defecto de fábrica o sino, los embalaron mal y llegaron abollados a la tienda. Pero uno quiere cambiarle esa cosita, ese mínimo detallito, que parece tan sencillo, y así ser felices para siempre. Es como comprarse ropa: a veces le queda a uno el ruedo del pantalón muy largo o el vestido muy corto, pero siempre hay un alfiler o algo así que lo puede arreglar porque es taaaaaan lindo, aunque no me quede...
Y hasta Christian Grey viene con un defecto: el mae está trastornado emocionalmente y es incapaz de amar a una mujer, aparentemente, porque solo le gusta tenerlas como esclavas sexuales por horas.
Pero hasta en esto resulta perfecto el cabrón: tiene el defecto perfecto. Aunque sea por un breve instante, toda mujer, engañada por la testosterona machista con que crían a estas pobres criaturas masculinas, se ha creído la frase de que los hombres no lloran. Que son unos insensibles. Los que serían capaces de cogerse a toda aquella fémina que se mueva, de lagartija para arriba, y luego irse a la mañana siguiente sin saber ni siquiera su nombre. Los que primero buscan sexo y luego amor, si les queda tiempo entre eyaculación y eyaculación. Los que en el apocalipsis empacarán kits de supervivencia mientras nosotras empacamos las fotos. En fin, los que cazan los bisontes.
Sin embargo, uno como mujer sueña con ser única y especial. La que ponga a toda esa masculinidad absurda de rodillas. La que domestique a ese macho salvaje como no lo han podido hacer docenas de otras mujeres no tan especiales, porque son docenas y una es la única. La que lo saque de ese abismo oscuro. Una sueña con ser la luz al final del túnel, y salvarlo a punta de amor, como si el amor fuera suficiente. Por un instinto maternal ahí, medio oculto, una quiere abrazar a ese mae como si fuese un niño, y se lo imagina de pequeño, solo y asustado, con esa misma cursilería con la que una le pide a su novio una foto de cuando era pequeño solo para verla con una bizarra mezcla de sentimiento maternal y pedofilia tácita. Ese es el sueño de nosotras las mujeres: llevar a un hombre a hacer cosas que nunca pensó a hacer, ya sea porque dicen que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, ya sea por masturbarnos la autoestima, ya sea por puro y simple amor. Y a cambio, pediremos que solo que nos mire con los ojos brillantes (cómo aprende uno con los años a descifrar las miradas de los hombres, si ellos supieran la práctica que uno agarra, seguro no nos volverían a mirar a los ojos nunca más).
Es decir, con este resultado, Christian Grey termina siendo el hombre perfecto. No hay manera de fallar: si el dinero no te importa, te conquistará con el sexo; si con el sexo no te conquista, lo hará con su pasado desgarrado; si no te despierta el más mínimo sentimiento maternal el niño solo de ojos grises, lo hará entonces su francés fluido, pero el caso es que habrá algo, algo, por más mínimo que sea, que te atraiga de él.

Entonces, ¿por qué yo no lo amo? Indistintamente que es uno de los libros peor escritos y predecibles que haya leído, con los diálogos más trillados, y una sensación de innegable copy paste en medio de personajes que fruncen el ceño, ponen los ojos en blanco y se les cae el alma a los pies cada dos párrafos; indistintamente de que en el tercer volumen de la saga se notaba como a la mae ya no se le ocurría nada más qué escribir, indistintamente de que a mí Montecarlo me parece un lugar para la luna de miel súper ordinario (ay carajo, pero vamos: ¿no podía llevarla Christian Grey a un lugar más exótico, como Fiji o la polinesia francesa por lo menos?); indistintamente de que tenga una descripción casi cinematográfica que no deja nada a la imaginación, indistintamente de que prefiero vender 6 libros a 60 millones si están escritos como ese, no, yo no amo a Christian Grey.
Y no esgrimo ningún valor ético, ni feminista, ni intelectualoide para ello. Es cuestión de gustos, nada más. Mi hombre perfecto lo único que tiene en común con Christian Grey es que le guste usar Converse, y eso porque yo busco un mae que se quiera casar usando Converse negras y yo blancas. Mi hombre ideal no tiene que pilotear un helicóptero, si no saber extender el pulgar para pedir un ride en medio de la carretera. No tiene que tener un aparta en Nueva York ni una casa para esquiar, si no saber hacer de cada lugar un hogar. No tiene que tener más ropa de la que quepa en su mochila. Ni tampoco ser espectacular en la cama, siempre y cuando me abrace mientras se quede dormido. Es, en resumen, un mae tan simple...
Sin embargo, conforme pasan más y más años, me pregunto si es que me he vuelto yo también piedra porque la falta de amor del último hombre a quien amé me petrificó a mí también, o si es que ya he sufrido tanto que he subido los estándares de calidad a un nivel inalcanzable, porque a todos los maes les encuentro un defecto y no estoy dispuesta a sacar el costurero para arreglarlo y que quede a mi medida.
Pero ahora que lo pienso, yo tampoco pido un Chritian Grey de libro erótico porque yo tampoco soy una Megan Fox de Sport Illustrated. Yo lo único que quiero es poder amar al grado de lo que solía hacerlo. A veces me topo con una serie de fotos en Pinterest de una pareja conformada por una chica y un mae que no tiene ni brazos ni piernas porque los perdió en la guerra. Y aun así ella está a su lado en el hospital, aun así ella lo carga en su espalda, aun así ella se casa con él aunque la lleve al altar de la mano con una prótesis. Yo soy capaz de amar a alguien así, a ese grado... pero a nadie parece importarle. Y no tiene que ser Christian Grey para eso. Solo tiene que ser un mae que me haga sentir de nuevo ese amor que me niego a pensar que ya no soy capaz de sentir... y bueno, y usar Converse, claro.

martes, 5 de febrero de 2013

Stonehenge: cuando descubrí que era bruta, pero no tanto

Ese día descubrí que era bruta. Brutísima. Imbécilmente bruta. Estúpidamente bruta. Mentecatamente bruta. En fin, valga decir que, junto con el día en que me compré unas botas góticas de plataforma indomable por la módica suma de 100 dólares, y aquel en que decidí matar con una escoba a una mosca posada en una lámpara, este día quedará escrito, definitivamente, en los anales de mis momentos intelectuales más oscuros.
Sentada junto a la ventana, desde la cual con toda claridad he visto venir hacia mí rótulos que dicen: “Southampton 5 miles”, “Welcome to Southampton” y, finalmente, “Southampton Couch Station” (o algo similar), y con todo y que la gente comienza a bajarse del bus, no logro procesar que yo también me tengo que bajar porque ahí es, evidentemente, Southampton. Por el contrario: yo no sé POR QUÉ PUTAS me quedo alelada viendo cómo la mitad de los pasajeros se baja, presa de alguna incoherente creencia de que este bus, por alguna razón, me va a dejar en un Southampton más céntrico que este, desde donde incluso zarpó, ni más ni menos, el Titanic, hace 100 años.
Pero, para cuando reacciono, es demasiado tarde ya: el bus ha vuelto a tomar la autopista y nos lleva, a mi imbecilidad y a mí, hacia un destino totalmente desconocido. Detrás de mí, queda así un plan cuya logística me tomó la noche anterior más de una hora montarla, conectada a internet desde una de las salas comunes del hostal mochilero multitudinario donde me quedo con Luis.
El objetivo: ir a conocer Stonehenge sin desembolsar una de esas sumas británicamente estratosféricas en el intento. 

Stonehenge a la distancia.

Consabidos y absurdamente elevados son los precios para turistear en Gran Bretaña y Stonehenge no escapa a ello. De hecho, en el marco de un viaje austero, como el que realizamos Luis y yo patrocinados por Francesco, y cuyo fin principal es conseguir un pinche sello en el pasaporte que nos permita quedarnos más tiempo en Italia, Stonehenge no parece tener cabida alguna. Un par de horas de carísimo bus o tren desde Londres hasta Salisbury, desde cuyo centro hay que tomar un único y monopolizado bus turístico hasta Stonehenge (o en su defecto taxi... yeah, right), todo esto multiplicado por libras esterlinas... sia tonto. Sumo, resto, multiplico, divido (y haría otras operaciones matemáticas si no las hubiera olvidado por salud mental) intentando que la expedición calce en mi presupuesto y nada. Luis, incluso, se ha cansado de verme y ha decidido perezosamente quedarse todo el día vegetando en el hostal en vez de acompañarme.
Pero yo no: en mis agendas no hay ninguna fecha que se llame “tal vez otro día”. Mi día de ir a Stonehenge es ahora. Ahora o nunca. Es que en estas situaciones no queda más que ponerse en plan apocalíptico. Si uno empieza a rumiar que algo queda demasiado lejos, o es demasiado caro, o hay que levantarse muy temprano para llegar hasta ahí, solo con el fin de terminar consolándose con un “tal vez la próxima vez”, échele tierra a esa experiencia. Las probabilidades son de que no haya próxima vez. Así de finito. Así de aplastante. Así de real. No hay otra opción. De modo que yo sigo dando clic, brincando por los foros de Wikitravel y de Lonely Planet para encontrar alguna manera de que ir a Stonehenge sea pagable.
Finalmente, después de navegar por internet hasta quedarme mareada, lo consigo: si me levanto a las 4 a.m., me pongo algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, agarro el primer metro del día, me bajo en Victoria Couch Station, camino unas cuantas cuadras y agarro bus hacia Southampton antes de que salga el sol, para después de dos horas bajarme ahí y tomar tren hacia Salisbury, y después agarrar ese bendito bus turístico de mierda, ya para las 11 a.m. a más tardar, tendría que estar yo contemplando a distancia de mi mano unas piedras de 3100 años A.C. en el medio de la campiña inglesa. Listo.
Pero nooooooooooo. Efectivamente: me levanto a las 4.a.m., me pongo algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, agarro el primer metro del día, me bajo en Victoria Couch Station, camino unas cuantas cuadras y agarro bus hacia Southampton antes de que salga el sol, para después de dos horas quedarme viendo como la gran bruta a la gente bajarse del bus y yo seguir hacia un destino para mí tan misterioso como el mismísimo método de construcción de Stonehenge.
Sin poder saltar desde la ventana con el bus en movimiento, y de forma análoga a como sucedió cuando me deportaron de Albania, termino así en un pueblo del que nunca sabré el nombre, esta vez en medio de Inglaterra.
Me bajo del bus y me odio. Me acerco a la estación del tren para ver cómo carajos hago para enrumbar hacia Salisbury y me odio. Me subo en el tren y me odio. Y me odio mucho más cuando, para terminarla de rematar, el tren se queda varado y pierdo no sé cuánto rato sentada en un vagón de primera clase (al que me han pasado en un cortés intento por apaciguar mi ira ante el precioso tiempo perdido). Muy bonito y cómodo el asiento, pero las letras de First Class no me devuelven las horas que llevo tratando de llegar a Stonehenge desde Londres, que, por cierto, ya suman más de la mitad del día. Ni tampoco me regresan las 17 libras esterlinas de más que ya he gastado en tan atolondrada travesía.
La Cow y yo viajando en primera clase de un tren inglés... Nótese que no me hace gracia, precisamente...

Ahora que lo escribo en perspectiva, 17 libras resulta una suma ridícula, considerando que enrumbaba a ver una de las finalistas por ser una de las nuevas 7 maravillas del mundo (si es que a un círculo de piedras del año 3100 A.C. se le puede llamar “nuevo”). Pero en ese momento sentía como si me hubiesen despojado de prácticamente toda seguridad económica. ¡Y por bruta! Por bruta, por no bajarme en Southampton cuando tenía que hacerlo; por bruta, por venirme a pegarme un ride para el que ya no tengo plata después de más de una semana en Londres; por bruta, por gastarme el dinero que invertiría en cenar más tarde con Aleja (ecuatoriana de mi ruta), con quien me tengo que ver a las 6 p.m. de vuelta en Londres, en la estación de Waterloo. Ahora voy a tener que ver Stonehenge atropelladamente y luego palmarme de hambre. Genial.
En fin, bufando mi estupidez diviso, después de dar tantos tumbos, el legendario monumento megalítico, en medio de una soleada y ventosa tarde no tan mística. Intento despojar mi mente de toda energía negativa ocasionada por mi incapacidad para sencillamente bajarme de un bus en mi parada y desciendo con la manada de turistas hacia este observatorio astronómico, templo religioso o monumento funerario, que nadie sabe en realidad para qué se tomaron las molestias de transportar estas piedras de no sé cuántas toneladas desde no sé que lugar remoto e imposible en Inglaterra, para no sé qué ritos arcaicos.
También, trato de desprenderme de toda crítica previa respecto de Stonehenge, que he leído en varios foros y escuchado de boca de otros trashumantes mochileros: Stonehenge, al igual que la Mona Lisa y el castillo del conde Drácula, es una decepción tan mayúscula como el tamaño de sus piedras milenarias.
Sin embargo, conforme me aproximo, me siento incluso más bruta que horas antes en Southampton. Bueno, es que esto es solo un círculo de piedras por donde en el solsticio de verano los rayos del sol caen atravesando el eje de la construcción. Y además de las piedras de toneladas, que encajan entre sí como si fuesen piezas de Lego, yo no le veo nada impresionante. No sé qué me esperaba yo, si algo del calibre de Machu Picchu o las pirámides de Egipto, una energía cósmica flotanto en el ambiente capaz de hacerme entender el origen del universo, recibir la sabiduría milenaria de un druida o algo semejante, pero me alegro de que a esta vara no la hayan elegido entre las maravillas del mundo. Overrated. El complejo es bastante pequeño (no toma ni una hora recorrerlo escuchando incluso todas las explicaciones de la guía de audio) y cobran una barbaridad por acceder a él, como si el transporte para llegar hasta ahí fuera una ganga del Econo.
O sea, que me he levantado a las 4.a.m., me he puesto algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, he agarrado el primer metro del día, me he bajado en Victoria Couch Station, he caminado unas cuantas cuadras, he agarrado bus hacia Southampton antes de que saliera el sol, me he quedado dos horas viendo a la gente bajarse del bus como la gran bruta, he ido a parar a no sé qué pueblo en Inglaterra, he tomado un tren que se ha varado, he permanecido no sé ni cuánto tiempo en medio de la línea sentada en un asiento de primera clase incapaz de compensar todo mi tiempo perdido, me he gastado la plata de la comida que tenía para cenar y, en total, una barbaridad de dinero que ya no tengo, todo, todo, TODO, para ver un conjunto de piedras que no me dicen absolutamente nada, más allá de que son maravillosas porque nadie entiende para qué servían y cómo llegaron ahí. En resumen, he hecho una inversión considerable solo para asombrarme por la ignoracia humana contemporánea.
En especial porque, respecto de estos monumentos misteriosos, yo tengo algunas reservas. Apenas la gente no comprende cómo algo fue construido, llega incluso a enunciar, cáusticamente, que posiblemente fue hecho por extraterrestres. Es decir, la lógica indica que mis antepasados no pudieron ser más inteligentes que yo, mi soberbia actual no me permite pensar que ellos, con las limitaciones de su época, podrían ser lo suficientemente hábiles como para trasladar esas piedras no sé por cuántos kilómetros y montarlas en medio del campo solo para que, 5 mil años después, la humanidad no entendiera la jugada y se pusiera a cobrar varias libras esterlinas para ver un círculo de piedras con la boca bobaliconamente abierta. No, eso es impensable. Y aunque hay un valor histórico intrínseco entre esas piedras (que me pongo a fotografiar desde todos los ángulos posibles a ver si algún día les encuentro el chiste), lo cierto es que, por sí mismas, no tienen mayor atracción. Me alegro sinceramente de que Stonehenge no haya quedado entre las 7 maravillas del mundo, porque más pena me daría pensar que la humanidad se asombre por un círculo de piedras, cuando existe Angkor Wat, la Alhambra o Teotihuacán, que tampoco quedaron, pero sin duda por el sesgo de haber hecho la votación a través de internet, un medio al que no tiene acceso la enorme mayoría de la población mundial.
Foto histórica: me la tomé yo sola, al primer intento y no me sale ni un turista!

Decepcionada, y con una irrefutable sensación de haber sido estafada, regreso sobre mis pasos hacia Londres, donde me espera Aleja, con quien si acaso podré comer una bolsa de palomitas de maíz para la cena. Durante el camino, mientras frente a mis ojos desfilan todas esas llanuras inglesas que en sus memorias de tierra sí guardarán el secreto de por qué Stonehenge es Stonehenge, me consuelo a mí misma pensando que, después de todo, no soy tan bruta. Sí, sabía que Stonehenge posiblemente iba a decepcionarme. Sí, sabía que era caro y fuera de mi presupuesto. Y sí, sabía que se sumaría a las 7 estafas más grandes del mundo, más bien.
Pero no tenía otra opción. Es decir, para mí quedarme en el hostal durmiendo no era una alternativa. En estos casos, el único camino es quitarse la idea de la cabeza, ir y comprobar por uno mismo que es una mierda, poder fundamentar eso desde los propios ojos y no desde los de los demás. A veces hay que ver las películas malas, leerse los libros mediocres, comer lo que dé asco. Incluso, dormir con hombres que no se aman. La vida viene con una natural corriente de decepción, pero al final, a uno nadie le quita lo bailado.
Así que no me arrepiento de no haberme quedado con Luis vegetando en el hostal el día entero, recargando baterías. Siempre podremos dormir. Todas las noches lo hacemos. Ni tampoco me arrepiento de las 17 libras extra que me salió el paseíto a ver las piedras de marras. Hoy no me hacen ni más rica, ni más pobre. Y menos me remuerde la conciencia por haber terminado con Aleja comiendo una simple hamburguesa a la orilla del Támesis. Siempre podremos volver a comer nosotros, que tenemos la suerte de poder hacerlo todos los días. Y siempre habrá un McDonald's cerca. Pero un Stonehenge, por más estafa que sea, no. Esa es la ventaja de ser bruta, pero no lo suficiente como para dejar ir las oportunidades por sueño que recuperarás esa misma noche, dinero que regresará a tu cuenta y comida que cagarás, a lo mucho, al día siguiente.