Desempleada, solterísima y con los salarios producto de recitar "Thank you for calling Bodog wagering, my name is Andrea, may I have your account number, please?" un promedio de 6048 veces, este es el relato de una mujer de 30 años, quien un buen día decidió iniciar un periodo dadaísta en su vida y subirse a un caballito de madera solo para balancearse un rato sin llegar a ninguna parte, bajo la filosofía de Charlie García: "La vida es disfrutar el paso del tiempo".

viernes, 16 de mayo de 2014

¡Nos pasamos de sitio web!

¿Quién dijo que el caballito solo se balancea?
¡También avanza!
Visitá el nuevo sitio web con más historias, fotos y tips mochileros al hacer clic en la nueva dirección:



miércoles, 13 de marzo de 2013

Epílogo


13 de marzo. No me lo he propuesto, de verdad que no lo he hecho con alevosía, premeditación o cualquiera de esos términos que hacen más culpables a los pecadores. Si acaso sea esa negligencia que ocasiona no pensarte y tropezarme de nuevo con vos.
Es 13 de marzo de 2013 y estoy empacando para irme a Europa. Es 13 de marzo y han pasado exactamente dos años desde que nos despedimos. Es 13 de marzo y es mi última noche en Costa Rica. Es 13 de marzo y mañana voy a cruzar el océano otra vez. Es 13 de marzo y no deja de sorprenderme que en esta ocasión no será por vos.
Ha pasado más de un año desde mi regreso y mientras me miro al espejo, sigo reconociendo detrás de mis ojos casi lo mismo que me llevó a marcharme y a escribir esta historia. Si bien es cierto que en este camino he recibido el apoyo de muchísimas personas que me han hecho creer aun más en mí misma y que, de un experimento de diario de viaje que a la postre no funcionó, salió lo que será mi primera novela por publicarse en España, no me siento particularmente diferente. Cuando me miro a mí misma veo a la misma Andrea de toda la vida. Igual de impredecible. Igual de impaciente. Igual de insatisfecha.
Hace ya varios años, cuando me marché por primera vez, él me dio esas mismas razones para dejar de amarme. Vos crees que tu vida es como una novela. Para vos nunca nada es suficiente. Vos no sabés conformarte con poco.
En ese momento, me sentí profundamente ofendida. Mientras la imagen de una vida perfecta se deshacía en círculos concéntricos en un agua que había permanecido demasiado quieta hasta estancarse, sentía que el hecho de que me acusara de inconforme era el último empujón para hundirme hasta el fondo del pantano de una culpa que no era solo mía. ¿Que yo era una drama queen? ¿Que yo era ambiciosa? ¿Que yo no podía disfrutar de las cosas simples de la vida? Mae, pero si yo era feliz comiendo sushi y viendo una película un viernes por la noche en sus brazos, mientras afuera llovía de forma neciamente tropical.
Hoy reconozco que él tenía razón. Lejos estoy de poder escribir la última línea, que no es un “Y fueron felices para siempre”, sino esa frase que te libera de todos los demonios: “Ya no le pido nada más a la vida”. Y me alegro de estar tan lejos de hacerlo como siento que lejos está de mí la vejez. Sí, para mí nunca nada es suficiente: el mundo es demasiado amplio como para quedarme en la misma página, leyendo lo mismo que se escribe una y otra vez con cotidiano papel carbón. No, no quiero una vida simple: quiero llegar a vieja con miles de historias que contar, aunque sean originadas por mil malas decisiones tomadas que, al fin y al cabo, son las que terminan por producir historias más interesantes. Sí: creo que mi vida es una novela y me voy a esforzar por hacerla interesante, porque será la más importante de todas las que alguna vez llegaré a escribir.
Así, en este tiempo, lo único que me ha quedado claro es que debo seguir escribiendo. Todo lo demás continúa siendo una incógnita. Supongo que esa es la moraleja, si es que debe quedar alguna: hay que dar el primer paso ahora, aunque enfrente tuyo no se vea absolutamente nada. Y después, conforme te vayás moviendo, el camino irá apareciendo por sí mismo. Y la historia se irá escribiendo por sí sola.
Por lo demás sigo siendo la misma. De hecho, conforme más y más voy empacando, me doy cuenta de que incluso me estoy llevando prácticamente la misma ropa. Me llevo la misma laptop para escribir. Me llevo la misma Cow como compañera de viaje. Y me llevo las mismas Converse para caminar.
Lo único que ya no veo en mi mochila, o en mis ojos a través del espejo, es el amor que sentí alguna vez. En su lugar, solo queda un vacío que ya nadie es capaz de cruzar.
Mientras cierro la mochila y mi última noche en mi país insiste en cobijarme, me pregunto si he logrado bajarme del caballito de madera y estoy dispuesta a sentarme en uno de verdad que me lleve hacia algún lado: ser escritora, encontrar un lugar para vivir del que nunca me canse, volver a sentir tan siquiera una pizca de lo que sentí por vos alguna vez por otro hombre. Trabajo. Hogar. Familia... La madurez, esa de la que tanto hablan. ¿O prefiero seguir simplemente disfrutando del paso del tiempo?
¿Tengo que decidirlo ahora? No. Generalmente cuando empiezo a escribir una historia, no sé cómo irá a terminar y, de todas maneras, el don de la clarividencia está reservado sólo a unos pocos.
Así que esto no es un epílogo en realidad. Es sólo el cambio de libro. Siempre se puede escribir una segunda parte a la historia y aun así seguir siendo la heroína. En especial porque puedo resignarme a muchas cosas, incluso a dejarte ir, pero NUNCA me resignaré a vivir una vida que no sea digna de ser narrada.
Sobre el caballito de madera apenas comienza...

lunes, 4 de marzo de 2013

Y cuando renunció Berlusconi...


Desde una habitación vacía por el frío del hostal, escucho que Berlusconi ha presentado su dimisión. Es el 12 de noviembre de 2011. Este mismo día, al caer el sol, me marcho yo de Italia. Tal parece que nos vamos juntos, entonces.
Empaco mis últimas pertenencias, mientras dejo otras que no me interesa conservar, como las Converse azules ya gastadas, como el jeans de mercado de ropa de segunda mano que solo costó tres euros, como la suéter que usé para salir a correr desde que empezó el otoño, como tu recuerdo, que quisiera dejar aquí, en la gaveta de un armario, que a su vez será almacenado en una bodega, que a su vez estará en el sótano de un edificio en el que nadie entra... Ojalá y pudiera dejar aquí tu recuerdo, para que no me siga como lo lleva haciendo casi la mitad de mi vida, y se quede encerrado entonces en la gaveta de un armario guardado en una bodega en un edificio en el que ya no entra nadie y ojalá lancen la llave en una cañería de tantas que hay en Bari, como todo lo que no sirve. Pero ni mierda: sé que me seguirá, incluso más que mi propia sombra, porque esta desaparece en la oscuridad, pero tu recuerdo no ocupa ni siquiera de la luz para hacerse notar. Comienzo a odiarte.
La última semana ha sido quizás el justo precio por meses de cargar con una mochila, por mañanas deportivas corriendo a la orilla del mar, por escalar árboles en Suiza fuera del alcance de mi trasero y por contorsionismos sexuales en busca de olvidarte. El pago, entonces, han sido siete días sin poder moverme, torturada por un dolor de espalda descomunal y una fiebre inexplicable. De verdad que en mi vida adulta no recuerdo nada que se compare con este malestar que no encuentra consuelo en ninguna posición y en ningún remedio casero, farmacéutico o sobrenatural. Lloraría si aún supiera cómo hacerlo.
He decidido regresar a Costa Rica desde que volví de Inglaterra, convencida de que en invierno, en crisis económica y con Francesco cerrando dos de los hostales no me queda mucho por hacer de este lado del Atlántico. Además, soy víctima del síndrome de mal de patria que sí, a mí también me ataca, aunque casi nadie me lo crea. Es extraño, pero llega un momento en que me descubro a mí misma contando los días para regresar a casa, como si mi alma se me hubiera escapado del cuerpo para regresarse antes que él y estuviera esperándome, envuelta en las almohadas arcaicas con las que duermo desde que nací. Luego, cuando ya ha transcurrido un tiempo y me despierte una mañana en mi cama, se habrá escapado de nuevo a otro lugar del mundo, con la urgencia de la vida que sabe que está hecha de tiempo y que éste se acaba con cada segundo, y tendré que ir detrás de ella, para que después de un año más o menos se escabulla de nuevo a Costa Rica y así, constantemente, en esta existencia en que todo es circular, como el karma, como las estaciones, como los días y las noches, como tu maldito recuerdo, maldita sea.
Ciao, Bari, me ne vado...

Sin embargo, si el mal de patria de hija pródiga y el desmantelamiento paulatino del hostal, cuyos muebles caen escaleras abajo hacia una bodega como las hojas de los árboles en otoño, no me hubieran convencido lo suficiente de querer regresar, este dolor de espalda es la patada que ocupaba para decir: vade retro. Es sencillamente insoportable, tan insoportable que no me deja pensar cómo putas voy a hacer para cargar con mi mochila hasta el aeropuerto, cómo putas voy a hacer para pasar horas sentada en un avión, cómo putas voy a hacer para llegar a Madrid, cómo putas voy a hacer para ver a mis amigos ahí, cómo putas voy a hacer para tragarme más de 10 horas de vuelo hasta Bogotá, cómo putas voy a hacer para volver a subirme a otro avión hasta llegar a San José al filo de la medianoche y tomar taxi directo al hospital, donde por fin alguien diagnostique qué mierda me está carcomiendo por dentro el sistema nervioso, porque este dolor de espalda ni siquiera me permite pensar, ni domir, ni comer. Ni siquiera llorar.
Comienzo a entrar en desesperación, mientras a pasitos cortos voy caminando hacia la estación de bus de Bari, en compañía de Luis, quien carga mi mochila hasta el aeropuerto donde nos diremos adiós, sin lágrimas, acostumbrados ya los dos a despedirnos de los personajes que entran y salen de nuestras respectivas novelas sin más melodrama que un abrazo sincero y la seguridad ingenua de que, en algún momento, nos volveremos a encontrar. He estado a punto de cancelar el viaje de regreso a Costa Rica al verme incapaz de sobrevivir a la travesía que implica tres vuelos diferentes, pero al final, inyectada con todas las drogas que se podían comprar sin receta médica en el mostrador de la farmacia, ahí voy. Si hasta Berlusconi se va, yo también me marcho.
En Madrid, Sandra, mi amiga del alma, pasa a buscarme al aeropuerto de Barajas, donde yo espero hecha mierda arrastrando la mochila, ante la imposibilidad de cargarla más. Estoy agotada. Cansada. Exhausta.
Aunque la vida nocturna de Madrid es una de las que más me apasionan y es sábado por la noche, no hay nada en este planeta del cual no he recorrido ni una cuarta parte que se me antoje más que yacer en la cama, satisfecha de no hacerlo en un ataúd, a como pensaba catastróficamente tres días atrás, cuando comenzaba a desvariar en calentura. La mamá de Sandra me ha enviado a la cama con lo que ella asegura es la piedra filosofal para los males de espalda, que quienes los padecen me darán la razón que por algo se llama columna vertebral lo que sostiene todo el cuerpo: con ella en mal estado todo se desploma dentro de uno.
A la mañana siguiente, me despierto en medio de la oscuridad reparadora y milagrosa que provee la persiana del cuarto de Sandra, tan hermética como una armadura medieval, lista para defenderme de los rayos del sol en cualquier momento del día. Es el 13 de noviembre de 2011 y es la primera noche en que puedo dormir más de un feliz y vigorizante quinteto de horas seguidas. Es mi último día en Europa. Mi último día del viaje.
Madrid, donde todo comienza y termina...
Y esta, comienzo a verlo, es sin duda alguna mañana de milagros; si bien dicen que nunca está tan oscuro como cuando va a amanecer: podría decirse que ha de ser que mi cuerpo no consiguió nunca desarrollar los anticuerpos necesarios para resistir Bari y apenas he salido de la ciudad todo mi organismo ha recuperado su equilibrio cósmico. Pero la verdad, igual de maravillosa, es que necesitaba una madre, aunque esta no sea la mía, sino la de Sandra: mientras los boticarios de Bari han fallado toda una semana, ella que me ha dado por fin el alivio con una pastilla certera de Diclofenaco (apunto el nombre no por patrocinio del fármaco en cuestión, sino como un servicio para todo aquel que lea este blog y sufra de dolores incapacitantes de espalda).
Por fin, después de una semana exacta de tortura, PAZ. Me levanto. Me muevo. Me siento. Me baño. Me visto. ¡Tantos verbos reflexivos que llevaba días sin poder usar, más allá de “me muero”! Qué bendición: mi último día en Madrid, mi último día en Europa y al menos voy a poder ir a dar una vuelta otoñal.
Al final de la tarde, feliz de poder echar pierna de mis propios medios de locomoción, salgo con Sandra para encontrarnos con Pilar, mi amiga de mis días en Viena, quien se ha venido a vivir a Madrid hace un mes. Vamos a un lugar estilo Tacheles: la Tabacalera. Hay una cafetería, un salón para conciertos, varios de exposiciones y un patio; todo lo suficientemente underground como para que yo me alegre aun más de no estar vegetando en la cama, lamentando mi condición bípeda trastornada.
Baylo, el novio de Ghana de Sandra, también llega, aunque por motivos más lúgubres que mi modesta despedida de Europa. Hay un grupo reunido de africanos y españoles intentando solucionar una de esas tragedias tristemente cotidianas de la inmigración, que hacen de ésta uno de los fenómenos sociales más injustos de este mundo que, hipócritamente, insiste en ser "globalizado" sólo hasta donde le sirva a los intereses corporativos: un mae de Ghana murió recientemente y, como estaba sin papeles, hubo que recaudar dinero para enviar el cuerpo de regreso a su país. Los papeles, el dinero... hasta cuando se es ya cadáver los sigue necesitando uno. La idea ahora es organizarse haciendo conciertos, cenas y actividades por el estilo, para que la próxima vez que suceda algo haya un fondo con el cual cubrir gastos de tan funesto tipo. Apoyo la moción: es dura la vida del extranjero. Yo, a los cinco meses de inmigrante ilegal, me retiro.
Me gusta Atocha, me gustas tú. Me gusta el Prado, me gustas tú. Me gusta Cibeles, me gustas tú. Me gusta Madrid. Me gusta... Me gusta tanto... Todas las veces que he venido me la he pasado de puta madre, incluso esta, con todo y que casi termino rodándolo en una silla de ruedas. Aquí tengo amigos o los hago rápido, siempre está sucediendo algo, hay tantos cafés, bares, teatros, gente de todas partes y tantas editoriales... Me encanta Europa.
Pero no soy tan fuerte como para seguir limpiando más pisos sin seguro médico por ese tiempo indefinido que es la incertidumbre de los inmigrantes. Es divertido, dadaísta y muy enriquecedor para mí, neófita de la humildad, pero por muy aleatorio y encantadoramente improvisado que parezca, no me veo haciéndolo con la pasión vitalicia de quien por fin ha encontrado su camino.
Porque este no es mi camino. Ya me quedan, de todas maneras, muy pocos por andar. Por todo lo demás he pasado y, temprano o menos temprano en el mejor de los casos, los he dejado: el volleyball, el contrabajo, el cello, el oboe, el alemán, el francés, la filología española, la psicología, las organizaciones sin fines de lucro, mi propio periódico y todos mis trabajos (con excepción del primero, a todos siempre termino renunciando, con esa insatisfacción crónica de la cual adolesco).
Una vez mi psicóloga me dejó de tarea hacer una lista de todos los proyectos en mi vida que había dejado a medio palo. Sobrecogedor. Típico de bipolares: en arranques de euforia quieren hacer de todo, pero luego nada lo terminan. Típico en mí. Yo me engañaba a mí misma pensando que era una mujer del renacimiento. Y aun así, en esa ambición delirante por querer hacerlo todo al menos una vez, aunque sea por un minuto, en esa enfermedad de querer vivir muchas vidas en una, ha habido una constante: escribir. Lo único que ha estado ahí en la depresión y en la euforia. Siempre.
¿Y por qué, entonces, no soy yo escritora todavía? ¿Que no es ese mi sueño, tan grande como lo es darle la vuelta al mundo y encontrar al hombre de mi vida? ¿Y alguna vez lo he tratado con todas las ganas, más allá de escribir para mí misma, para lo que dicten los trabajos de mierda como periodista que he tenido y para alguno que otro concurso esporádico? ¿No creo lo suficientemente en mí misma? ¿No es momento que decida hacer algo con mi vida con mayor proyección a futuro más allá de unos meses, por primera vez desde que empezó el periodo dadaísta hace más de tres años? ¿Que no puedo ser lo suficientemente buena para escribir?
Y de pronto, es una revelación. Yo tendría que dedicarme a escribir. Escribir, la única constante, aparte de los hombres y de viajar. Eso quiero. Ser escritora. Y aún no lo he intentado.
Aunque conmigo nunca se sabe porque la impredecibilidad es mi enfermedad (un día clases de rumano, al siguiente ganas de ser bailarina de tango y a la que viene voluntaria para hacer prótesis de materiales reciclados para las víctimas de la guerra en Sierra Leona), creo haber llegado esta noche a una conclusión trascendental de hacia dónde quiero ir con mi vida.
En fin, después de escuchar un concierto y zamparme un par de limonadas (a estas alturas con tanto medicamento debo de ser radioactiva, de modo que no quiero arriesgarme con una ignición alcohólica justo antes de viajar por más de 13 horas) nos vamos caminando a Atocha y paramos a cenar.
Es un sitio donde venden unos sándwiches pequeños con un centenar literal de ingredientes, sin hipérbole númerica de por medio. Pufffff... Se me antoja uno de salmón. Hay un papelito para que apuntés el número del sabor que querés y salmón es el 13. Y hoy es 13. Mi última noche en Madrid. Trece de noviembre. Mi última noche en Europa. Mi última noche y en Madrid, mi última noche y en España. Mi última noche y vos no estás.
Entonces, me queda todo tan claro... De mis amigos cercanos en Madrid, de esos que son mis amigos más allá del Facebook, que yo no perdono no verlos si estoy en la misma ciudad, esos compas que son de la vida real, los que cuentan, están todos aquí: Pilar y Sandra. Miguel se encuentra en Londres. Y Fernando me he dado cuenta que por tarada no me he fijado y he perdido una llamada suya en el celular. Pero todos aquellos que al menos me quieren un poquito han hecho el esfuerzo por verme y me han respondido. Mis amigos. Todos menos vos.
Todos menos vos, que este fin de semana pudiste venir, pero que no lo hiciste porque creíste que me tiraría a tu cuello recintándote que te amo, como si hubiera nacido solo para amarte, para honrarte y respetarte en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza hasta que la muerte me separe de tu recuerdo inútil porque vos, la verdad, nunca has estado ahí. Y claro, porque creíste que iba a llover.
Pero no llueve. Quizás la nube que tanto me ha seguido, finalmente, se ha ido. Y me queda tan claro que ni siquiera, ni siquiera como amigos... Y pude haberte necesitado, como amigo, con lo mal que me encontraba. No para quedarme en tu casa, no para que al menos me ayudaras a cargar con la mochila cuando como anoche no podía levantarme del asiento del avión ni menos tomar el bus desde el aeropuerto, no para pasar todo el día entero juntos, no para un pinche café... Esas cosas las hiciste por mí ya alguna vez y te las agradeceré toda la vida.
Pero en esta ocasión no. En esta ocasión me queda claro que yo ni soy amiga ya para vos: al menos si yo te interesara un poquito como compa, al menos, o no sé, al menos yo lo hubiera hecho por vos, si sé que vas a venir a mi país y yo estoy ahí, aunque no sea en la misma ciudad, mínimo te dejo mi número por si necesitás algo, sepás que estoy yo ahí, como amiga, si ocupás algo estaré ahí para ayudarte, al menos, al menos... pero no.
Yo de vos no sé ni dónde estás. Sólo sé que no estás en mi vida.

El final de esta historia
Aún es difícil pronosticar si ambas decisiones que he tomado esta noche serán a largo plazo. La última noche, de actividades muy simples, nada espectaculares (pero tampoco tan planas como quedarme en cama sintiéndome miserable) ha resultado una interesante conclusión del viaje. Y aunque conmigo nunca se sabe (soy impulsiva y olvido rápido), puede ser que este periodo dadaísta, tal y como lo conocemos, haya llegado a su fin.
Es 13 de noviembre de 2011. Se va Berlusconi del poder. Se va este dolor de espalda que, en mis horas más tenebrosas, creí sería para siempre. Me voy de Europa. Pero vos te quedás aquí, a celebrar con las copas vacías el gusto de no habernos conocido...  

miércoles, 27 de febrero de 2013

Yo no amo a Christian Grey


No. Yo no amo a Christian Grey. Podría, como lo han hecho miles de mujeres de los 60 millones de lectores que se ya se han comprado este libro, como lo indica la decadencia literaria de nuestros tiempos, secuestrados por los estantes de best sellers. Pero no, no lo amo. En realidad, es que no amo a nadie.
Aunque he de admitir que estuve cerca. Como comentaba un sábado por la noche, entre sangrías y comida libanesa con un grupo de amigas treintañeras (el público meta de tan nefasta obra), esta trilogía parece haber sido el resultado de un focus group, dentro del cual se reunió a diferentes mujeres para que echaran en un tazón papelitos con su ideal del hombre perfecto. De ahí, se destiló un coctel y, después de dejarlo enfriar, comenzó a venderse en forma rectangular, ya fuera en formato tablet o en el tradicional de papel, bajo el cursi e inexplicable título de 50 shades of Grey.
Iniciemos, entonces, por la agudeza sexo-sociológica obtenida de tan virtuosa y hormonal mezcla, y establezcamos, como ley ineludible para todos aquellos machos que deseen aparearse con una hembra en el siglo XXI, que todo hombre debe ser:
1. Guapo, guapo, guapo, guapo, guapo. No pasable: GUAPO.
Para comenzar, todo entra por los ojos (si bien es cierto que a las mujeres se nos suele enamorar más por los oídos), de modo que empecemos con el físico del mae, que se describe en el libro de forma tan orgásmicamente impresionante, que a mí ya al final ni Matt Bomer me parece lo suficientemente guapo como para encarnarlo en la famosa película, con la que más de una se terminará masturbando en la soledad de un fin de semana sin nada mejor qué hacer (sí, quizás yo).
Christian Grey (de nombre tan bonito, además de todo) es un mae de cabello color cobre. Ni rubio (a mí rubio no me hubiera cuadrado), ni moreno (a muchas moreno no les hubiera cuadrado), para encontrar un sano equilibrio. Aquellas de gustos más exóticos, saladas, porque aquí el Ken tenía que ser estándar. Ni modo. En todo caso, tiene ojos grises, que no son precisamente los más comunes, para al menos echarle una pizquita de exotismo. Alto (obvio). Con cuadritos (obvio). Espaldas anchas (obvio). Cabello revuelto (obvio, chicos, desechen el gel, que el mae bien peinado no es sexy). Y una verga de generosos centímetros (obvio). Es decir, con el físico del mae en cuestión, ya a una se le moja el calzón.
Si, muchachos, más o menos esto es lo que exigimos...

2. Bien vestido. Si por la portada se juzga el libro, que tenga buena ropa para quitar y llegar así hasta la ultima página...
El objetivo de este punto es conectar con la niña interna y la mujer adulta consumidora en el juego previo antes del coito: no es fácil encontrar maes bien vestidos y, cuando aparecen, nada más excitante que se dejen vestir y desvestir, como se divertía una en la más remota infancia, cuando le cambiaba la ropa a los muñecos. Durante la novela, se nos ofrecerán entonces, para tales fines lúdico-sexuales, un guardarropa sensualmente varonil, que incluye camisas blancas de lino, chaquetas combinadas casualmente con jeans, pantalones de pijama sin camiseta (imperativo que los cuadritos deban verse en la penumbra de la alcoba), trajes enteros y, por último, corbatas polifacéticas, que también sirvan como juguetes sexuales. Punto a favor, me atrevo a esgrimir personalmente: nada más sexy, al menos para mí, que un mae con corbata de la cual jalarlo para darle un beso.
Y, para que uno no se sienta tan desprotegida y jugar nosotras también, Christian viene con un reguero de camisetas en todos los dormitorios que comparte con sus mujeres, para que una puede ponérselas (que pijama más cómoda y linda no hay que la ropa del mae que uno ama, con su aroma incluido...). Y, por último, si aún no había logrado conquistar, Christian Grey usa Converse. Pufff, ahora sí: caí rendida a sus pies.
3. Rico
Sí, rico sexual, pero rico con el significado básico según lo estipula el célebre Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: adinerado, hacendado o acaudalado. Si no, bastaría con una simple fotografía, como a los hombres les basta con una simple Playboy. Diay sí, dicen que nosotras, las mujeres, somos “complicadas”. Nos falta muchísimo más que un buen cuerpo y una cara bonita. Somos insaciables.
Y qué mejor cliché que el mae, obviamente, venga con accesorios. No, no necesariamente juguetitos sexuales. Más bien, que esté cagado en plata, para decirlo a calzón quitado, que es a este punto que deseamos llegar de todas formas.
El hombre perfecto viene con el apartamento de corte moderno. El Audi. El jet privado. El yate para el verano. La casa en Aspen para el invierno. El aparta en Nueva York para ir de compras. La empresa multimillonaria. El helicóptero, que lo sabe pilotear (súper sexy). Y, por supuesto, la capacidad de comprarle a uno un clóset completo lleno de ropa de diseñador, detallitos Cartier y un Audi tan solo para empezar, según se narra en una de las escenas más inverosímiles de toda la historia de la literatura (si es que a esto se le puede llamar literatura), en la cual Christian le condiciona a Anastasia Steel: “De acuerdo, acepto ser tu novio, pero sólo si me aceptas el Audi”. WTF??????? (De feria, yo leyendo esta vara sola en mi cama, un viernes por la noche...sia tonto).
4. Perfecto en la cama. No bueno: PERFECTO
Ok, suficiente materialismo, que no eso a todas nos conquista. Pero el sexo... Claro, Christian tiene que ser perfecto en la cama, que no solo de dinero vivimos las mujeres. Incluso, es tan, tan bueno, que hasta la más mojigata se llega a plantear a sí misma si que lo azoten a uno con una fusta en el clítoris puede sentirse rico. El mae se sabe todas las posiciones, todos los juegos, todos los orgasmos. Incluso, en caso de que sea una de corte más tradicional, el mae siempre, siempre, SIEMPRE, cargará con un condón en el bolsillo para el sexo más básico en posición de misionero. Siempre. Viene con eso incluido por default.
De rebote, la escritora, muy astuta, narra toda la historia en primera persona y en presente, de modo que una misma se descubre diciendo: “Christian me besa. Christian me muerde un pezón. Christian me penetra” y con semejante mantra, termina protagonizando la historia en la cabeza, más allá del papel y casi cogiéndose el puto libro, en la desesperación de una cama deprimentemente vacía.
A todo esto, Christian nunca se cansa de tener sexo. Está siempre listo, con una condición física que le permite aparearse a toda hora, digna de sus 27 años (joven aún, pero no un chamaco como para regarse a los cinco minutos, inundado por la emoción del coito).
Ganas de morderle esa manzana suavecito, entre muchas otras cosas más abajo...

5. Fuerte y decidido
Y es que Christian debe tener excelente condición física, obvio. Si no, ¿cómo va a protegernos a nosotras, indefensas lectoras? No, su testosterona en óptimo estado le permitará pichacearse a todo aquel que nos haga daño (aunque en un inicio ya nos habremos nosotras encargado de poner en su lugar al malo de la película, para no herir feminismos). Y también tendrá que ser lo suficientemente fuerte como para poder cargarnos en sus brazos, ya sea para casi secuestrarnos en media calle o llevarnos al cuarto, para lo cual sin duda servirá que seamos tan delgadas como lo exige Vogue.
Físicamente, no se podía esperar menos: Christian Grey es por antonomasia el macho alfa de la manada del siglo XXI, y junto con su fuerza varonil, tiene un don de mando incuestionable. A mí eso me sacaría de quicio, pero hay mujeres para quienes el hombre sigue siendo la cabeza de la familia. Desde lo más alucinante, como dirigir una empresa con miles de empleados, hasta lo más trivial, como a dónde iremos a cenar, él ejercerá el control. Pero no podría ser de otra manera: en mayor o menor grado, desde el tiempo de las cavernas, a las mujeres nos gusta que nos protejan y estar al lado de un hombre que sabe lo que quiere. Y E.L. James sabe eso también en su coctel del mae perfecto: las mujeres de 30 años, que somos el target, ya hemos dejado atrás cierta ilusión feminista y hemos aceptado algunas diferencias de género que son beneficiosas. Y no nos quejaremos si el mae quiere cuidarnos un poquito y tiene las condiciones de supervivencia de los tiempos modernos requeridas para ello.
A todo esto, no solo lo protege a uno, sino que de paso, como superhéroe que es, salva al mundo: el mae es totalmente filantrópico (sino, su riqueza sería mortalmente obscena e inmoral, más allá de su cuarto de juegos) y le gusta alimentar al mundo de forma ecológica, con el uso de energías renovables. Sí, chicas: hasta a las activistas las calienta después de la marcha hacia el Congreso exigiendo la paz mundial.
6. El chico malo
Efectivamente: los chicos buenos cansan a veces. Suelen ser aburridos. Predecibles. Más si no tienen cicatrices. Como leerse cuentos con moraleja cuando se puede leer Rayuela.
Christian Grey es un chico malo desde la adolescencia, agarrándose a pichazos en sus años borrascosos de niño mal portado, cuando era expulsado de colegios y se convertía en un alcohólico a escondidas. Diay, a algunas mujeres nos llaman la atención los chicos malos, desde la infancia, con Terry Grantchester en Candy Candy, y luego desde la adolescencia, con Dylan McKay en Berverly Hills 90210.
Dentro de este marco, la vida familiar del mae también entra en acción para conmovernos. Christian Grey es el hombre con un pasado misterioso, que nuestra curiosidad de Pandora hereditaria desea averiguar a toda costa. Ser misterioso es ser atractivo. Y eso me hace a mí, al menos, recorrer cada página del puto libro para descubrir su secreto, con todo y que sé que uno siempre debe desconfiar de los libros que se venden en el supermercado, más si es de un escritor que insiste en firmar solo con sus iniciales. Ese hombre que guarda un secreto, que lo hace tocar melancólicas piezas de piano en medio de la noche (el mae tenía que tocar piano, obvio, sin el lado sensible-artístico no sería el hombre perfecto).
Ese secreto que lo hace ser un hombre triste y miserable, a pesar de su riqueza y de su familia de postal, cuyos padres acaudalados tienen un armonioso matrimonio que les ha permitido adoptar niños para salvarlos de su desgracia urbana (incluyendo a la hermanita menor, porque a todas las mujeres nos gusta tener un hermano mayor medio celoso que nos proteja).
7. Todo hombre perfecto debe tener el defecto perfecto
Esta es la parte más interesante del hombre perfecto. Suelen decir los hombres que lo que más les molesta de nosotras, las mujeres, es que queremos cambiarlos siempre. Creo que tienen razón. Porque generalmente uno a un mae, cuando se enamora, lo ve así de perfecto como a Christian Grey... pero le falta algo.
Siempre les falta algo, porque los maes, simplemente, no son perfectos. Siempre vienen con algún defecto de fábrica o sino, los embalaron mal y llegaron abollados a la tienda. Pero uno quiere cambiarle esa cosita, ese mínimo detallito, que parece tan sencillo, y así ser felices para siempre. Es como comprarse ropa: a veces le queda a uno el ruedo del pantalón muy largo o el vestido muy corto, pero siempre hay un alfiler o algo así que lo puede arreglar porque es taaaaaan lindo, aunque no me quede...
Y hasta Christian Grey viene con un defecto: el mae está trastornado emocionalmente y es incapaz de amar a una mujer, aparentemente, porque solo le gusta tenerlas como esclavas sexuales por horas.
Pero hasta en esto resulta perfecto el cabrón: tiene el defecto perfecto. Aunque sea por un breve instante, toda mujer, engañada por la testosterona machista con que crían a estas pobres criaturas masculinas, se ha creído la frase de que los hombres no lloran. Que son unos insensibles. Los que serían capaces de cogerse a toda aquella fémina que se mueva, de lagartija para arriba, y luego irse a la mañana siguiente sin saber ni siquiera su nombre. Los que primero buscan sexo y luego amor, si les queda tiempo entre eyaculación y eyaculación. Los que en el apocalipsis empacarán kits de supervivencia mientras nosotras empacamos las fotos. En fin, los que cazan los bisontes.
Sin embargo, uno como mujer sueña con ser única y especial. La que ponga a toda esa masculinidad absurda de rodillas. La que domestique a ese macho salvaje como no lo han podido hacer docenas de otras mujeres no tan especiales, porque son docenas y una es la única. La que lo saque de ese abismo oscuro. Una sueña con ser la luz al final del túnel, y salvarlo a punta de amor, como si el amor fuera suficiente. Por un instinto maternal ahí, medio oculto, una quiere abrazar a ese mae como si fuese un niño, y se lo imagina de pequeño, solo y asustado, con esa misma cursilería con la que una le pide a su novio una foto de cuando era pequeño solo para verla con una bizarra mezcla de sentimiento maternal y pedofilia tácita. Ese es el sueño de nosotras las mujeres: llevar a un hombre a hacer cosas que nunca pensó a hacer, ya sea porque dicen que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, ya sea por masturbarnos la autoestima, ya sea por puro y simple amor. Y a cambio, pediremos que solo que nos mire con los ojos brillantes (cómo aprende uno con los años a descifrar las miradas de los hombres, si ellos supieran la práctica que uno agarra, seguro no nos volverían a mirar a los ojos nunca más).
Es decir, con este resultado, Christian Grey termina siendo el hombre perfecto. No hay manera de fallar: si el dinero no te importa, te conquistará con el sexo; si con el sexo no te conquista, lo hará con su pasado desgarrado; si no te despierta el más mínimo sentimiento maternal el niño solo de ojos grises, lo hará entonces su francés fluido, pero el caso es que habrá algo, algo, por más mínimo que sea, que te atraiga de él.

Entonces, ¿por qué yo no lo amo? Indistintamente que es uno de los libros peor escritos y predecibles que haya leído, con los diálogos más trillados, y una sensación de innegable copy paste en medio de personajes que fruncen el ceño, ponen los ojos en blanco y se les cae el alma a los pies cada dos párrafos; indistintamente de que en el tercer volumen de la saga se notaba como a la mae ya no se le ocurría nada más qué escribir, indistintamente de que a mí Montecarlo me parece un lugar para la luna de miel súper ordinario (ay carajo, pero vamos: ¿no podía llevarla Christian Grey a un lugar más exótico, como Fiji o la polinesia francesa por lo menos?); indistintamente de que tenga una descripción casi cinematográfica que no deja nada a la imaginación, indistintamente de que prefiero vender 6 libros a 60 millones si están escritos como ese, no, yo no amo a Christian Grey.
Y no esgrimo ningún valor ético, ni feminista, ni intelectualoide para ello. Es cuestión de gustos, nada más. Mi hombre perfecto lo único que tiene en común con Christian Grey es que le guste usar Converse, y eso porque yo busco un mae que se quiera casar usando Converse negras y yo blancas. Mi hombre ideal no tiene que pilotear un helicóptero, si no saber extender el pulgar para pedir un ride en medio de la carretera. No tiene que tener un aparta en Nueva York ni una casa para esquiar, si no saber hacer de cada lugar un hogar. No tiene que tener más ropa de la que quepa en su mochila. Ni tampoco ser espectacular en la cama, siempre y cuando me abrace mientras se quede dormido. Es, en resumen, un mae tan simple...
Sin embargo, conforme pasan más y más años, me pregunto si es que me he vuelto yo también piedra porque la falta de amor del último hombre a quien amé me petrificó a mí también, o si es que ya he sufrido tanto que he subido los estándares de calidad a un nivel inalcanzable, porque a todos los maes les encuentro un defecto y no estoy dispuesta a sacar el costurero para arreglarlo y que quede a mi medida.
Pero ahora que lo pienso, yo tampoco pido un Chritian Grey de libro erótico porque yo tampoco soy una Megan Fox de Sport Illustrated. Yo lo único que quiero es poder amar al grado de lo que solía hacerlo. A veces me topo con una serie de fotos en Pinterest de una pareja conformada por una chica y un mae que no tiene ni brazos ni piernas porque los perdió en la guerra. Y aun así ella está a su lado en el hospital, aun así ella lo carga en su espalda, aun así ella se casa con él aunque la lleve al altar de la mano con una prótesis. Yo soy capaz de amar a alguien así, a ese grado... pero a nadie parece importarle. Y no tiene que ser Christian Grey para eso. Solo tiene que ser un mae que me haga sentir de nuevo ese amor que me niego a pensar que ya no soy capaz de sentir... y bueno, y usar Converse, claro.

martes, 5 de febrero de 2013

Stonehenge: cuando descubrí que era bruta, pero no tanto

Ese día descubrí que era bruta. Brutísima. Imbécilmente bruta. Estúpidamente bruta. Mentecatamente bruta. En fin, valga decir que, junto con el día en que me compré unas botas góticas de plataforma indomable por la módica suma de 100 dólares, y aquel en que decidí matar con una escoba a una mosca posada en una lámpara, este día quedará escrito, definitivamente, en los anales de mis momentos intelectuales más oscuros.
Sentada junto a la ventana, desde la cual con toda claridad he visto venir hacia mí rótulos que dicen: “Southampton 5 miles”, “Welcome to Southampton” y, finalmente, “Southampton Couch Station” (o algo similar), y con todo y que la gente comienza a bajarse del bus, no logro procesar que yo también me tengo que bajar porque ahí es, evidentemente, Southampton. Por el contrario: yo no sé POR QUÉ PUTAS me quedo alelada viendo cómo la mitad de los pasajeros se baja, presa de alguna incoherente creencia de que este bus, por alguna razón, me va a dejar en un Southampton más céntrico que este, desde donde incluso zarpó, ni más ni menos, el Titanic, hace 100 años.
Pero, para cuando reacciono, es demasiado tarde ya: el bus ha vuelto a tomar la autopista y nos lleva, a mi imbecilidad y a mí, hacia un destino totalmente desconocido. Detrás de mí, queda así un plan cuya logística me tomó la noche anterior más de una hora montarla, conectada a internet desde una de las salas comunes del hostal mochilero multitudinario donde me quedo con Luis.
El objetivo: ir a conocer Stonehenge sin desembolsar una de esas sumas británicamente estratosféricas en el intento. 

Stonehenge a la distancia.

Consabidos y absurdamente elevados son los precios para turistear en Gran Bretaña y Stonehenge no escapa a ello. De hecho, en el marco de un viaje austero, como el que realizamos Luis y yo patrocinados por Francesco, y cuyo fin principal es conseguir un pinche sello en el pasaporte que nos permita quedarnos más tiempo en Italia, Stonehenge no parece tener cabida alguna. Un par de horas de carísimo bus o tren desde Londres hasta Salisbury, desde cuyo centro hay que tomar un único y monopolizado bus turístico hasta Stonehenge (o en su defecto taxi... yeah, right), todo esto multiplicado por libras esterlinas... sia tonto. Sumo, resto, multiplico, divido (y haría otras operaciones matemáticas si no las hubiera olvidado por salud mental) intentando que la expedición calce en mi presupuesto y nada. Luis, incluso, se ha cansado de verme y ha decidido perezosamente quedarse todo el día vegetando en el hostal en vez de acompañarme.
Pero yo no: en mis agendas no hay ninguna fecha que se llame “tal vez otro día”. Mi día de ir a Stonehenge es ahora. Ahora o nunca. Es que en estas situaciones no queda más que ponerse en plan apocalíptico. Si uno empieza a rumiar que algo queda demasiado lejos, o es demasiado caro, o hay que levantarse muy temprano para llegar hasta ahí, solo con el fin de terminar consolándose con un “tal vez la próxima vez”, échele tierra a esa experiencia. Las probabilidades son de que no haya próxima vez. Así de finito. Así de aplastante. Así de real. No hay otra opción. De modo que yo sigo dando clic, brincando por los foros de Wikitravel y de Lonely Planet para encontrar alguna manera de que ir a Stonehenge sea pagable.
Finalmente, después de navegar por internet hasta quedarme mareada, lo consigo: si me levanto a las 4 a.m., me pongo algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, agarro el primer metro del día, me bajo en Victoria Couch Station, camino unas cuantas cuadras y agarro bus hacia Southampton antes de que salga el sol, para después de dos horas bajarme ahí y tomar tren hacia Salisbury, y después agarrar ese bendito bus turístico de mierda, ya para las 11 a.m. a más tardar, tendría que estar yo contemplando a distancia de mi mano unas piedras de 3100 años A.C. en el medio de la campiña inglesa. Listo.
Pero nooooooooooo. Efectivamente: me levanto a las 4.a.m., me pongo algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, agarro el primer metro del día, me bajo en Victoria Couch Station, camino unas cuantas cuadras y agarro bus hacia Southampton antes de que salga el sol, para después de dos horas quedarme viendo como la gran bruta a la gente bajarse del bus y yo seguir hacia un destino para mí tan misterioso como el mismísimo método de construcción de Stonehenge.
Sin poder saltar desde la ventana con el bus en movimiento, y de forma análoga a como sucedió cuando me deportaron de Albania, termino así en un pueblo del que nunca sabré el nombre, esta vez en medio de Inglaterra.
Me bajo del bus y me odio. Me acerco a la estación del tren para ver cómo carajos hago para enrumbar hacia Salisbury y me odio. Me subo en el tren y me odio. Y me odio mucho más cuando, para terminarla de rematar, el tren se queda varado y pierdo no sé cuánto rato sentada en un vagón de primera clase (al que me han pasado en un cortés intento por apaciguar mi ira ante el precioso tiempo perdido). Muy bonito y cómodo el asiento, pero las letras de First Class no me devuelven las horas que llevo tratando de llegar a Stonehenge desde Londres, que, por cierto, ya suman más de la mitad del día. Ni tampoco me regresan las 17 libras esterlinas de más que ya he gastado en tan atolondrada travesía.
La Cow y yo viajando en primera clase de un tren inglés... Nótese que no me hace gracia, precisamente...

Ahora que lo escribo en perspectiva, 17 libras resulta una suma ridícula, considerando que enrumbaba a ver una de las finalistas por ser una de las nuevas 7 maravillas del mundo (si es que a un círculo de piedras del año 3100 A.C. se le puede llamar “nuevo”). Pero en ese momento sentía como si me hubiesen despojado de prácticamente toda seguridad económica. ¡Y por bruta! Por bruta, por no bajarme en Southampton cuando tenía que hacerlo; por bruta, por venirme a pegarme un ride para el que ya no tengo plata después de más de una semana en Londres; por bruta, por gastarme el dinero que invertiría en cenar más tarde con Aleja (ecuatoriana de mi ruta), con quien me tengo que ver a las 6 p.m. de vuelta en Londres, en la estación de Waterloo. Ahora voy a tener que ver Stonehenge atropelladamente y luego palmarme de hambre. Genial.
En fin, bufando mi estupidez diviso, después de dar tantos tumbos, el legendario monumento megalítico, en medio de una soleada y ventosa tarde no tan mística. Intento despojar mi mente de toda energía negativa ocasionada por mi incapacidad para sencillamente bajarme de un bus en mi parada y desciendo con la manada de turistas hacia este observatorio astronómico, templo religioso o monumento funerario, que nadie sabe en realidad para qué se tomaron las molestias de transportar estas piedras de no sé cuántas toneladas desde no sé que lugar remoto e imposible en Inglaterra, para no sé qué ritos arcaicos.
También, trato de desprenderme de toda crítica previa respecto de Stonehenge, que he leído en varios foros y escuchado de boca de otros trashumantes mochileros: Stonehenge, al igual que la Mona Lisa y el castillo del conde Drácula, es una decepción tan mayúscula como el tamaño de sus piedras milenarias.
Sin embargo, conforme me aproximo, me siento incluso más bruta que horas antes en Southampton. Bueno, es que esto es solo un círculo de piedras por donde en el solsticio de verano los rayos del sol caen atravesando el eje de la construcción. Y además de las piedras de toneladas, que encajan entre sí como si fuesen piezas de Lego, yo no le veo nada impresionante. No sé qué me esperaba yo, si algo del calibre de Machu Picchu o las pirámides de Egipto, una energía cósmica flotanto en el ambiente capaz de hacerme entender el origen del universo, recibir la sabiduría milenaria de un druida o algo semejante, pero me alegro de que a esta vara no la hayan elegido entre las maravillas del mundo. Overrated. El complejo es bastante pequeño (no toma ni una hora recorrerlo escuchando incluso todas las explicaciones de la guía de audio) y cobran una barbaridad por acceder a él, como si el transporte para llegar hasta ahí fuera una ganga del Econo.
O sea, que me he levantado a las 4.a.m., me he puesto algunas capas de abrigos para paliar el frío otoñal de la madrugada, he agarrado el primer metro del día, me he bajado en Victoria Couch Station, he caminado unas cuantas cuadras, he agarrado bus hacia Southampton antes de que saliera el sol, me he quedado dos horas viendo a la gente bajarse del bus como la gran bruta, he ido a parar a no sé qué pueblo en Inglaterra, he tomado un tren que se ha varado, he permanecido no sé ni cuánto tiempo en medio de la línea sentada en un asiento de primera clase incapaz de compensar todo mi tiempo perdido, me he gastado la plata de la comida que tenía para cenar y, en total, una barbaridad de dinero que ya no tengo, todo, todo, TODO, para ver un conjunto de piedras que no me dicen absolutamente nada, más allá de que son maravillosas porque nadie entiende para qué servían y cómo llegaron ahí. En resumen, he hecho una inversión considerable solo para asombrarme por la ignoracia humana contemporánea.
En especial porque, respecto de estos monumentos misteriosos, yo tengo algunas reservas. Apenas la gente no comprende cómo algo fue construido, llega incluso a enunciar, cáusticamente, que posiblemente fue hecho por extraterrestres. Es decir, la lógica indica que mis antepasados no pudieron ser más inteligentes que yo, mi soberbia actual no me permite pensar que ellos, con las limitaciones de su época, podrían ser lo suficientemente hábiles como para trasladar esas piedras no sé por cuántos kilómetros y montarlas en medio del campo solo para que, 5 mil años después, la humanidad no entendiera la jugada y se pusiera a cobrar varias libras esterlinas para ver un círculo de piedras con la boca bobaliconamente abierta. No, eso es impensable. Y aunque hay un valor histórico intrínseco entre esas piedras (que me pongo a fotografiar desde todos los ángulos posibles a ver si algún día les encuentro el chiste), lo cierto es que, por sí mismas, no tienen mayor atracción. Me alegro sinceramente de que Stonehenge no haya quedado entre las 7 maravillas del mundo, porque más pena me daría pensar que la humanidad se asombre por un círculo de piedras, cuando existe Angkor Wat, la Alhambra o Teotihuacán, que tampoco quedaron, pero sin duda por el sesgo de haber hecho la votación a través de internet, un medio al que no tiene acceso la enorme mayoría de la población mundial.
Foto histórica: me la tomé yo sola, al primer intento y no me sale ni un turista!

Decepcionada, y con una irrefutable sensación de haber sido estafada, regreso sobre mis pasos hacia Londres, donde me espera Aleja, con quien si acaso podré comer una bolsa de palomitas de maíz para la cena. Durante el camino, mientras frente a mis ojos desfilan todas esas llanuras inglesas que en sus memorias de tierra sí guardarán el secreto de por qué Stonehenge es Stonehenge, me consuelo a mí misma pensando que, después de todo, no soy tan bruta. Sí, sabía que Stonehenge posiblemente iba a decepcionarme. Sí, sabía que era caro y fuera de mi presupuesto. Y sí, sabía que se sumaría a las 7 estafas más grandes del mundo, más bien.
Pero no tenía otra opción. Es decir, para mí quedarme en el hostal durmiendo no era una alternativa. En estos casos, el único camino es quitarse la idea de la cabeza, ir y comprobar por uno mismo que es una mierda, poder fundamentar eso desde los propios ojos y no desde los de los demás. A veces hay que ver las películas malas, leerse los libros mediocres, comer lo que dé asco. Incluso, dormir con hombres que no se aman. La vida viene con una natural corriente de decepción, pero al final, a uno nadie le quita lo bailado.
Así que no me arrepiento de no haberme quedado con Luis vegetando en el hostal el día entero, recargando baterías. Siempre podremos dormir. Todas las noches lo hacemos. Ni tampoco me arrepiento de las 17 libras extra que me salió el paseíto a ver las piedras de marras. Hoy no me hacen ni más rica, ni más pobre. Y menos me remuerde la conciencia por haber terminado con Aleja comiendo una simple hamburguesa a la orilla del Támesis. Siempre podremos volver a comer nosotros, que tenemos la suerte de poder hacerlo todos los días. Y siempre habrá un McDonald's cerca. Pero un Stonehenge, por más estafa que sea, no. Esa es la ventaja de ser bruta, pero no lo suficiente como para dejar ir las oportunidades por sueño que recuperarás esa misma noche, dinero que regresará a tu cuenta y comida que cagarás, a lo mucho, al día siguiente.

martes, 29 de enero de 2013

Cosas que se quedaron en el tintero

El mejor beso
No, no fue con vos. Fue con otro. Con otro español. Diay sí, consabida es mi debilidad por los españoles.
Es la madrugada, pero el sol se resiste a salir con temprana desgana primaveral. Estamos sentados en el sofá, azul oscuro como el cielo que queda más allá de la ventana. Fumamos pausadamente, sin la prisa de los opiáceos.
Aún tenemos en los labios el sabor del vino. Aún tenemos en el cuerpo el calor de la discoteca. Aún tenemos en las manos esa tensión sexual entre nosotros, desde que nos encontramos en la estación del metro un par de días atrás.
¿Quieres más?, me pregunta con acento valenciano, pasándome la pipa. Pero ya no queda más que una ceniza de oscuro color indescifrable después de que él ha inhalado por una última vez. Se ha llevado dentro de sí el humo y la felicidad coloreada de verde.
Ya no queda, señalo. Se ha acabado, así como pronto se acabará esta noche.
Acércate, me indica.
No. No se ha acabado, así como no se acaban de prisa los recuerdos. Así como no te acabás vos nunca. Por más que lo intente.
Y, despacito, él suelta el humo que le queda dentro de sí, suavemente, dentro de mi boca, hasta que llega a lo más íntimo de mi ser.
Fue el mejor beso, ese, con aroma a marihuana...


Los sordos húngaros
Estamos en un hospital bajo una colina de Budapest. La entrada casi no se nota, a no ser por unos cuantos turistas que hacen fila en lo que parece ser una ladera como las de toda la vida en el lado de Buda.
Aquí he llegado gracias a Elizabeth, la peruana que de casualidad he conocido tomando fotos en el Bastión de los pescadores. Como ella es médica, ya tenía subrayado este museo/hospital como un punto culminante de sus vacaciones húngaras.
El hospital, oportunamente ubicado bajo tierra, servía de clínica durante la Segunda Guerra Mundial y, en las épocas de la Guerra Fría, como refugio antinuclear, en caso de que Estados Unidos y la Unión Soviética decidieran lanzarse los peluches y, como daño colateral, acabar con el mundo.
Entramos con un grupo de unas 20 personas al recorrido, precedidas por dos guías: una habla inglés y el cantarino húngaro, mientras que la otra lenguaje de señas. Y es que, con algunas excepciones, casi todos los visitantes son sordos.
Después de pasar por salas de operaciones, habitaciones con muñecos de cera vestidos con uniformes militares agonizando demostrativamente, y bodegas para almacenar comida y sobrevivir algunos días más después del apocalipsis, llegamos a un cuarto con varios instrumentos de comunicacíón obsoletos. En medio, una sirena de palanca (para avisar cuando existía la amenaza de un bombardeo) descansa tan muda como la mayoría del grupo de visitantes esta tarde.
La guía, primero en su inglés medio británico y luego en su melodioso húgaro, ofrece la posibilidad de hacerla sonar. Me ofrezco inmediatamente, porque a ver: si alguien me hubiese dicho hace un año que estaría en un hospital/refugio antinuclear bajo una colina de Budapest, sonando una sirena de la Segunda Guerra Mundial, para un grupo de húngaros sordos, ¿lo hubiera considerado probable? No. Entonces más que la hago sonar, aunque ninguno de ellos me escuche y me vean sonrientes girar una manija en su eterno silencio absoluto.


Budapest Ink I
Se llama Jon. Es del frío y gringo Maine. Es escalador. Trabaja con los Peace Corps. Vive en Burkina Faso. Y está pasando vacaciones en Budapest, como yo. Y, además, está tan tatuado como yo.
Cada mañana nos sentamos en el balcón del apartamento de Kami, nuestro couchsurfer host, que da al Danubio, el cual, como ya dijimos, no es tan azul.
Cada mañana nos contamos, el uno al otro, qué significan nuestros tatuajes. Uno por cada desayuno.
Hay unas líneas en su brazo. Yo pienso que ha de ser un tribal, de esos quemados por las revistas y el vox populi de la tinta, que al final nada significan. Pero este, más profundo que las modas pasajeras, sí significa algo.
Jon tiene dos hermanas, a quienes casi nunca ve. Bueno, viviendo en Burkina Faso eso es esperable. Los tres escalan. Y un día, entre muchos años por delante y muchos años por detrás, se juntan los tres para hacerlo. Es de esos momentos que, conforme se aleja uno de la infancia, comienzan a ser más y más tristemente esporádicos.
Al final, cuando llegan la cima, lanzan una de las cuerdas de escalada al aire y, mientras cae, toman una fotografía. La forma que tomó la cuerda en la foto es lo que lleva tatuado en su brazo. Le gusta pensar que escalar y ser hermanos es el lazo que los une, no importa cuán lejos estén, no importa cuán lejos esté el helado Maine de la ardiente y olvidada Burkina Faso.

El lugar más extraño para hacer couchsurfing
Una escuela abandonada. Así es. Ahí vive Matthew, un australiano que después de 27 años de vivir en Sydney se compró un tiquete sólo de ida a Europa y, de alguna manera, terminó en el sureste de Londres.
Luis y yo pasamos un par de noches, entonces, en su peculiar studio apartament, que es un aula enorme. Sí, un salón de clases, con una pantalla gigante en la cual se pasan películas cada noche para todas las almas que ahí encallan. En nuestro caso, además de Luis y yo, un padre estadounidense y su hija de 18 años (a quien ha llevado a Europa para que aprenda a mochilear y pedir ride a la vieja usanza), y un par de chicas belgas, quienes han venido a Inglaterra para un festival de rock.
Matthew, así como otras siete personas, vive en el edificio desde que, en 2007, decidieron cerrarlo por falta de alumnos. Les pagan por cuidarlo y, como bonus extra, los dejan vivir ahí. Ad hoc guardians se llama el sistema.
Más allá de tan peculiar hábitat, encuentro el perfil de Matt fascinante: además de compartir conmigo la tendencia Tarantino, afirma haber visto a alguien lanzar un cigarrillo al suelo en un club nocturno, verlo rebotar y luego caer de forma vertical como si alguien lo hubiera puesto allí con mucho cuidado. Aunque afirma que aún espera un couch request de un axe murderer maniac porque sería un huésped interesante (y no somos ni Luis ni yo aficionados a matar gente) y a pesar de que asegura que la gente open minded no es precisamente emocionante (y así me he definido yo en mi perfil) nos recibe en su aula una fría y cobre tarde de octubre. Luis y yo decidimos pagarle con una caja de cereal, del cual Matt es un gran aficionado, y de cuyo techo, como prueba irrefutable, cuelgan varias cajas vacías.
El techo del lugar más peculiar en que he hecho couchsurfing.

La primera noche, iremos a una carne asada del vecino del aula de junto, quien cuenta con algunos españoles de visita y veremos Pulp Fiction desde un colchón grande en el suelo, cubierto por una especie de tienda de campaña hecha con cartones. La segunda noche, Luis y yo nos perderemos viniendo de Candem Town, con una caja de cereal bajo el brazo, cuando nos bajemos dos veces en la última parada de bus, sin haber visto jamás el rótulo de St. Mary Cray, nuestra estación, desde el segundo piso del bus. Y créanme: se ve uno ridículo perdido con una caja de cereal bajo el brazo, caminando por Londres a las 10 p.m., buscando nada más y nada menos que una escuela abandonada para pasar la noche.



Ask him about his grandfather's knives
Se llama Kami. Es húngaro. Es escalador. Tiene un hijo de cinco años que vive en los Estados Unidos, de quien guarda juguetes entre los estantes, entre los libros, entre las ausencias que duelen. Vive en un lindo apartamento con un invernadero secreto, donde crecen plantas no tan secretas y que, la verdad, no deberían de serlo. Se llama Kami y no tiene ningún tatuaje.
Sentados una noche, acompañados de cerveza y humo verde, en su balcón frente al Danubio oscuro, Jon y yo pensamos en un tatuaje para él.
Cuando hemos llegado a su casa ubicada en el lado de Buda, cada uno por nuestra cuenta, de primera entrada nos han llamado la atención los cuchillos enormes con los que Kami suele cocinar. Los cuchillos, a todo esto, tienen una historia.
Corren los tiempos de la Unión Soviética en Hungría, nación con la que suelen tropezarse casi todos los conflictos en la historia occidental. En la plaza del pueblo de su abuelo, hay un tanque abandonado que todos los días adelgaza a pedacitos. Los cuchillos que Kami usa fueron, alguna vez, ese tanque abandonado, creatividad hecha en un país en el que tantas veces no hubo ni qué comer, pero simpre algo qué cortar. Los hizo su abuelo, quien estaba un poco más preocupado por su familia que por el régimen.
Le sugerimos a Kami que, si quiere una historia para contar con un tatuaje, debería de escribirse en un brazo: Ask me about my grandfather's knifes. Y, para nosotros: Ask me about my hungarian friend´s grandfather's knives.

Jon, Kami y yo, con los legendarios cuchillos de su abuelo.


La importancia de trabajar en el verano
Me lo dijo una holandesa, en el puerto de Bar, en Montenegro, cuando después de mi deportación albanesa me disponía a cruzar hacia Bari, Italia: en estos lugares que viven únicamente durante el verano, hay que matarse trabajando de sol a sol cual hormiga, sin tener chance de comportarse como cigarra ni un instante. Luego, llegará el otoño y el frío, y la ausencia de turistas, y la pobreza y todas esas tragedias que puede pasar una niña vendedora de fósforos en un invierno europeo.
Ella, lo suficientemente enamorada de un montenegrino como para dejar Holanda y mudarse con él y los restantes diez miembros de su familia a una sola casa, ayuda en un hostal ubicado en el primer piso. Todos, mientras el buen clima lo patrocine, trabajan para ahorrar dinero: desde la hermanita menor recolectando los tiquetes del trampolín en el parque, hasta la abuela atendiendo una pulpería que se abre cuando el cliente lo solicite, así sea a intempestiva medianoche. Y, por supuesto, si llegan más huéspedes de lo esperado, no dudan en cederles sus propias camas para dormir todos hacinados en el suelo de la sala principal.
Mientras la escucho atentamente, no se me cruza por la jupa que yo voy a tener que hacer lo mismo. Bari, ubicado a la par de una playa de cuestionable belleza, pero playa al fin y al cabo, derrocha vida en el verano, pero a finales del otoño comienza a tornarse taciturno y marchito, hasta que sucumbe a una llovizna fría y molesta.
Con tan cálido pronóstico del tiempo para los futuros meses, en más de una ocasión en los hostales de Francesco improvisamos camas o llegamos a ceder magnánimamente las nuestras, con el fin de aprovechar al máximo la lucrativa temporada veraniega.
Por supuesto, entre las leyes italianas esto no está precisamente bien visto: bed an breakfast, hostal u hotel se miden por el número de camas. Cualquier exceso en la cifra será considerado delito. Con las que tenemos improvisadas esta noche de overbooking, calificamos ya más o menos como a campo de refugiados, por los escasos baños y metros cuadrados para compactar a tanto mochilero desaliñado.
Así que nos vemos en severos problemas Luis y yo cuando una pacífica noche de verano, en que clientes y staff estamos hacinados gracias a un partido de fútbol entre España e Italia celebrado en Bari, mientras fumamos en el balcón, somos interrumpidos en nuestras divagaciones por una patrulla municipal lista para requisar el hostal.
Multas estratosféricas en euros, clausura del hostal, referencias negativísimas en la página de Hostelworld y todos los huéspedes expulsados por la policía en medio de la noche son algunas de las posibilidades que se nos cruzan por la cabeza, mientras no atinamos a qué decir y desde abajo, entre italiano y un inglés rudimentario, los policías nos solicitan abrir la puerta.
En un último intento lingüístico desesperado, optamos por escondernos del bombardeo de preguntas tras la misma torre de Babel: ambos comenzamos a hablar rapidísimo, en argentino y en tico, hasta que los policías pierden la paciencia idiomática y deciden marcharse a atender delitos más importantes que gente hacinada en un simple hostal.
Para el mediodía siguiente, por si las moscas, habremos acomodado a los huéspedes restantes en otros hostales y arrasado por completo con el piso, desde los camarotes hasta los rótulos de “cierre la llave del gas” de la cocina, en un torbellino de desmantelamiento en busca de impunidad municipal.
Cuidadosa y mínimamente amueblado permanecerá el hostal varias semanas. Todo porque unos amigos de Mohamed han sacado, durante la noche, un inodoro viejo y otras varas inútiles que, alguno de los amables vecinos del edificio, ha considerado un robo y una excelente excusa para fastidiar nuestra existencia una pacífica y lucrativa noche de verano.


Budapest Ink II
Se llama Jon. Tiene unos ojos profundamente azules. Es escalador. Lleva casi dos años en Burkina Faso, trabajando con los cuerpos de paz estadounidenses. Se llama Jon y estoy con él en Budapest, desayunando desde el balcón, frente al grisáceo Danubio.
Le he contado lo que significa mi tatuaje de El Principito volando lejos de su asteroide, que cubre en mi tobillo cicatrices de cuya causa no quiero acordarme. Él, por su parte, me cuenta qué significa la tortuga cerca de su rodilla.
Un día, Jon y su mejor amigo escalan entre azules: el azul del cielo y el azul del mar. Un acantilado contra el que se suicidan las olas, con fuerza. Los retos vienen en esas formas a veces.
Jon se encuentra más cerca del cielo que del mar. O al menos, eso cree, mientras avanza más rápido que su amigo quien, un poco más abajo, se encuentra más cerca del mar.
Pero se equivoca. Es su amigo quien está más cerca del cielo. Cuando Jon mira hacia abajo, el mar se encarga de llevárselo lejos, más lejos de todo lo que conocemos.
Jon se consuela pensando que su amigo se convirtió en una tortuga, mar adentro.










martes, 15 de enero de 2013

Mind the gap


Everything you heard about London is true. La guardia real está conformada por soldaditos de plomo mecánicamente coordinados. Todo cuesta no sólo un ojo de la cara, sino también un riñón. Y efectivamente: los ingleses tienen los dientes más feos de todo el universo odontológico.
También, según narra la leyenda de Lonely Planet, los museos son gratis. Y mandaría huevo que no lo fueran, considerando que, como el British Museum, guardan en sus salas fachadas del Partenón, un moái de la Isla de Pascua o momias de faraones, gatos, babuinos, toros, pájaros, cocodrilos y cuanto ser muerto se deje momificar, como si fueran simples souvenirs, llaveros o imanes de refrigeradora. Inexplicable es para mí cómo demonios llega uno a un lugar y dice: “Ah, mae, me cuadra esta pared” y se la lleva en pedacitos a la choza para terminar, eventualmente, en esta cueva del monstruo londinense. E igual con varas tan increíbles como la piedra Roseta (clave para descifrar los jeroglíficos egipcios), una estatua colosal de Ramsés II, o un caballo del Mausoleo de Halicarnaso, una de las 7 maravillas del mundo antiguo.En fin, digamos que, después de presenciar semejante colección de robo descarado, no me siento tan mal por robarme cuatro postales de un kiosko a la orilla del Támesis.
Yo, alimentando a un caballo de esos de bolsillo, que suele uno robarse de alguna de las 7 maravillas del mundo.

Sí, eso es Londres: un cluster de todo lo que colonizó Inglaterra en sus glorias victorianas. Es, así, cosmopolita en su máxima diversidad humana, como extenso llegó a ser el imperio anglosajón alguna vez. Polarizada en extremos culturales, desde los pulcras ceremonias de la realeza cada mediodía con el cambio de guardia, hasta las calles punketas matizadas por los Sex Pistols y hechizadas por los fantasmas de Sid y Nancy. Desde las mujeres con burka sentadas al sol del Hyde Park hasta los skinheads merodeando más allá de los bordes de Candem Town. Desde el té en tacita de porcelana en Kingston Palace Gardens, uno de los vecindarios más caros del mundo, hasta la cerveza llana en el bohemio barrio de Brick Lane.
En fin, cualquier pieza calza en este rompecabezas de culturas variopintas, incluso yo, quien junto con Luis llega por 10 días en fuga del departamento de migración italiano. Francesco, en su generosidad proverbial, nos ha patrocinado el viaje, para que tengamos otro sello en nuestros pasaportes que nos permita quedarnos más tiempo en los estados Schengen. De este modo, estimados lectores de este caballito de madera, sobre el cual nos balanceamos británicamente, podrán haberse percatado de que mis jornadas en Londres pasaron sumergidas en la más genuina y campechana polada.
Pero, ¿cómo no hacerlo? Más allá de que esté ubicada literalmente en la mitad del mundo y que, como dueña y señora del tiempo, todos los relojes del orbe estén sincronizados con ella, Londres es, para mí, la capital del planeta Tierra. Sí, aunque el imperio británico no sea más la potencia mundial que fue. Y sí, aun sobre Nueva York.
Histórica como si fuese un museo urbano de la cultura occidental. Eso es Londres. Ir caminando y sentir que a cada esquina hay que hacerle una reverencia porque ahí está la BBC, porque ahí está la primera tienda Dr. Martens, porque ahí está el mítico barrio de Bloomsbury, casi una meca para todas aquellas que siempre hemos sido unas Virginia Woolf wanna be. Porque ahí está Abby Road, en cuya esquina vivir ha de ser un cague de risa: en caso de aburrimiento basta con sólo correr la cortina para divertirse con todos aquellos que buscan subir al Facebook la mítica foto Beatle. Difícil de tomar, por cierto, puesto que hay que soportar numerosos intentos fallidos y capearse los carros de quienes manejan por allí y que no ven something in the way we move, excepto turistas estúpidos que vale la pena extinguir del mundo por el bien de la humanidad.
Abby Road... Sí. El ridículo está permitido.

En todo caso, morir en Londres no deja de ser novelesco. Cerca estoy de lograrlo como karma luego de que, burlonamente, el primer día fotografío las según yo hiperbólicas indicaciones de cómo cruzar las calles en Londres (look left, look right). Ah mae, pero al chile que se ocupan: si no fuera por el oportuno jalón de Luis, hubiera muerto de forma muy londinense: arrollada por un bus de dos pisos justo en un cruce de Oxford Street. Con suerte, y ante las dificultades de repatriación de un cuerpo sin seguro de viajes, podría así haber sido sepultada cerca de Karl Marx, quien abona las tierras de la ciudad en su eterna antítesis.

Y es que prácticamente todo aquel que ha sido alguien en la cultura occidental parece haber pasado por aquí en algún momento, lo cual aumenta significativamente mis posibilidades de ser algún día una escritora reconocida más allá de los respetables cuatro gatos que me leen en este blog. En efecto: basta estar medianamente atento a las paredes de los edificios circundantes para percatarse, de un momento a otro, que está transitando uno frente a donde vivió Jimi Hendrix o Charles Dickens, o donde nació Alfred Hitchcock. Para hacer las varas coordinadamente británicas, los sitios de peregrinación están marcados convenientemente por un círculo azul, con la mayor precisión historiográfica.
Y, como si de una película de Hitchcock se tratara, también puede uno sufrir el síndrome de actor de la vida real, sintiéndose todo el tiempo atrapado en un trozo de film. Los colegiales vestidos con sus pulcros uniformes tipo Hogwarts. El sector financiero de Londres, con edificios tan modernos como para ser destruidos con pólvora por V de Vendetta. Los oscuros callejones que Jack el Destripador se esmeró en decorar con sangre. La detectivesca Baker Street, donde se baja uno del metro para toparse con la sombra astuta de Sherlock Holmes. Y efectivamente: el andén 9 y 3/4s existe en King's Cross, donde una fila de turistas, que quizás alguna vez también acamparon frente a una librería antes de medianoche, intentan probar que, al chile, no son simple muggles.
Siempre supe que no era una simple muggle!

Eso es Londres para mí, más allá de la vista de 360 grados citadinos que ofrece la carísima vuelta en el London Eye. Más allá de los teléfonos rojos, la abadía de Westminster o los leones gigantes de Trafalgar Square, la catedral de Saint Paul, la torre de Londres o cualquier otro monumento que se haya tejido con leyendas desde que la revolución industrial comenzó aquí a transformar el mundo más que nunca desde el neolítico. Londres va mucho, pero mucho más allá que una postal: es un espejo de lo que fue, de lo que es y de lo que será el mundo.
Y para todos aquellos incautos que caminan por sus calles, sin darse cuenta de su circo humano que se extiende más allá del bazar de saltibamquis que sobrevive a orillas del Támesis, la voz in the tube cuando uno baja del metro advierte: mind the gap, mind the gap, mind the gap...