Desde una habitación vacía por el
frío del hostal, escucho que Berlusconi ha presentado su dimisión.
Es el 12 de noviembre de 2011. Este mismo día, al caer el sol, me
marcho yo de Italia. Tal parece que nos vamos juntos, entonces.
Empaco mis últimas pertenencias,
mientras dejo otras que no me interesa conservar, como las Converse
azules ya gastadas, como el jeans de mercado de ropa de segunda mano
que solo costó tres euros, como la suéter que usé para salir a
correr desde que empezó el otoño, como tu recuerdo, que quisiera
dejar aquí, en la gaveta de un armario, que a su vez será
almacenado en una bodega, que a su vez estará en el sótano de un
edificio en el que nadie entra... Ojalá y pudiera dejar aquí tu
recuerdo, para que no me siga como lo lleva haciendo casi la mitad de
mi vida, y se quede encerrado entonces en la gaveta de un armario
guardado en una bodega en un edificio en el que ya no entra nadie y
ojalá lancen la llave en una cañería de tantas que hay en Bari, como todo lo que no sirve. Pero ni mierda: sé que me seguirá, incluso más que mi propia
sombra, porque esta desaparece en la oscuridad, pero tu recuerdo no
ocupa ni siquiera de la luz para hacerse notar. Comienzo a odiarte.
La última semana ha sido quizás el
justo precio por meses de cargar con una mochila, por mañanas
deportivas corriendo a la orilla del mar, por escalar árboles en
Suiza fuera del alcance de mi trasero y por contorsionismos sexuales
en busca de olvidarte. El pago, entonces, han sido siete días sin
poder moverme, torturada por un dolor de espalda descomunal y una
fiebre inexplicable. De verdad que en mi vida adulta no recuerdo nada
que se compare con este malestar que no encuentra consuelo en ninguna
posición y en ningún remedio casero, farmacéutico o sobrenatural.
Lloraría si aún supiera cómo hacerlo.
He decidido regresar a Costa Rica desde
que volví de Inglaterra, convencida de que en invierno, en crisis
económica y con Francesco cerrando dos de los hostales no me queda
mucho por hacer de este lado del Atlántico. Además, soy víctima
del síndrome de mal de patria que sí, a mí también me ataca,
aunque casi nadie me lo crea. Es extraño, pero llega un momento en
que me descubro a mí misma contando los días para regresar a casa,
como si mi alma se me hubiera escapado del cuerpo para regresarse
antes que él y estuviera esperándome, envuelta en las almohadas
arcaicas con las que duermo desde que nací. Luego, cuando ya ha
transcurrido un tiempo y me despierte una mañana en mi cama, se
habrá escapado de nuevo a otro lugar del mundo, con la urgencia de
la vida que sabe que está hecha de tiempo y que éste se acaba con
cada segundo, y tendré que ir detrás de ella, para que después de
un año más o menos se escabulla de nuevo a Costa Rica y así,
constantemente, en esta existencia en que todo es circular, como el
karma, como las estaciones, como los días y las noches, como tu
maldito recuerdo, maldita sea.

Ciao, Bari, me ne vado...
Sin embargo, si el mal de patria de
hija pródiga y el desmantelamiento paulatino del hostal, cuyos
muebles caen escaleras abajo hacia una bodega como las hojas de los
árboles en otoño, no me hubieran convencido lo suficiente de querer
regresar, este dolor de espalda es la patada que ocupaba para decir:
vade retro. Es sencillamente insoportable, tan insoportable
que no me deja pensar cómo putas voy a hacer para cargar con mi
mochila hasta el aeropuerto, cómo putas voy a hacer para pasar horas
sentada en un avión, cómo putas voy a hacer para llegar a Madrid,
cómo putas voy a hacer para ver a mis amigos ahí, cómo putas voy a
hacer para tragarme más de 10 horas de vuelo hasta Bogotá, cómo
putas voy a hacer para volver a subirme a otro avión hasta llegar a
San José al filo de la medianoche y tomar taxi directo al hospital,
donde por fin alguien diagnostique qué mierda me está carcomiendo
por dentro el sistema nervioso, porque este dolor de espalda ni
siquiera me permite pensar, ni domir, ni comer. Ni siquiera llorar.
Comienzo a entrar en desesperación,
mientras a pasitos cortos voy caminando hacia la estación de bus de
Bari, en compañía de Luis, quien carga mi mochila hasta el
aeropuerto donde nos diremos adiós, sin lágrimas, acostumbrados ya
los dos a despedirnos de los personajes que entran y salen de
nuestras respectivas novelas sin más melodrama que un abrazo sincero
y la seguridad ingenua de que, en algún momento, nos volveremos a
encontrar. He estado a punto de cancelar el viaje de regreso a Costa
Rica al verme incapaz de sobrevivir a la travesía que implica tres
vuelos diferentes, pero al final, inyectada con todas las drogas que
se podían comprar sin receta médica en el mostrador de la farmacia,
ahí voy. Si hasta Berlusconi se va, yo también me marcho.
En Madrid, Sandra, mi amiga del alma,
pasa a buscarme al aeropuerto de Barajas, donde yo espero hecha
mierda arrastrando la mochila, ante la imposibilidad de cargarla más.
Estoy agotada. Cansada. Exhausta.
Aunque la vida nocturna de Madrid es
una de las que más me apasionan y es sábado por la noche, no hay
nada en este planeta del cual no he recorrido ni una cuarta parte que
se me antoje más que yacer en la cama, satisfecha de no hacerlo en
un ataúd, a como pensaba catastróficamente tres días atrás,
cuando comenzaba a desvariar en calentura. La mamá de Sandra me ha
enviado a la cama con lo que ella asegura es la piedra filosofal para
los males de espalda, que quienes los padecen me darán la razón que
por algo se llama columna vertebral lo que sostiene todo el cuerpo:
con ella en mal estado todo se desploma dentro de uno.
A
la mañana siguiente, me despierto en medio de la oscuridad
reparadora y milagrosa que provee la persiana del cuarto de Sandra,
tan hermética como una armadura medieval, lista para defenderme de
los rayos del sol en cualquier momento del día. Es el 13 de
noviembre de 2011 y es la primera noche en que puedo dormir más de
un feliz y vigorizante quinteto de horas seguidas. Es mi último día
en Europa. Mi último día del viaje.
Madrid, donde todo comienza y termina...
Y
esta, comienzo a verlo, es sin duda alguna mañana de milagros; si
bien dicen que nunca está tan oscuro como cuando va a amanecer:
podría decirse que ha de ser que mi cuerpo no consiguió nunca
desarrollar los anticuerpos necesarios para resistir Bari y apenas he
salido de la ciudad todo mi organismo ha recuperado su equilibrio
cósmico. Pero la verdad, igual de maravillosa, es que necesitaba una
madre, aunque esta no sea la mía, sino la de Sandra: mientras los
boticarios de Bari han fallado toda una semana, ella que me ha dado
por fin el alivio con una pastilla certera de Diclofenaco (apunto el
nombre no por patrocinio del fármaco en cuestión, sino como un
servicio para todo aquel que lea este blog y sufra de dolores
incapacitantes de espalda).
Por
fin, después de una semana exacta de tortura, PAZ. Me levanto. Me
muevo. Me siento. Me baño. Me visto. ¡Tantos verbos reflexivos que
llevaba días sin poder usar, más allá de “me muero”! Qué
bendición: mi último día en Madrid, mi último día en Europa y al
menos voy a poder ir a dar una vuelta otoñal.
Al
final de la tarde, feliz de poder echar pierna de mis propios medios
de locomoción, salgo con Sandra para encontrarnos con Pilar, mi
amiga de mis días en Viena, quien se ha venido a vivir a Madrid hace
un mes. Vamos a un lugar estilo Tacheles: la Tabacalera. Hay una
cafetería, un salón para conciertos, varios de exposiciones y un
patio; todo lo suficientemente underground como
para que yo me alegre aun más de no estar vegetando en la cama,
lamentando mi condición bípeda trastornada.
Baylo,
el novio de Ghana de Sandra, también llega, aunque por motivos más
lúgubres que mi modesta despedida de Europa. Hay un grupo reunido
de africanos y españoles intentando solucionar una de esas tragedias
tristemente cotidianas de la inmigración, que hacen de ésta uno de
los fenómenos sociales más injustos de este mundo que,
hipócritamente, insiste en ser "globalizado" sólo hasta
donde le sirva a los intereses corporativos: un mae de Ghana murió
recientemente y, como estaba sin papeles, hubo que recaudar dinero
para enviar el cuerpo de regreso a su país. Los papeles, el
dinero... hasta cuando se es ya cadáver los sigue necesitando uno.
La idea ahora es organizarse haciendo conciertos, cenas y actividades
por el estilo, para que la próxima vez que suceda algo haya un fondo
con el cual cubrir gastos de tan funesto tipo. Apoyo la moción: es
dura la vida del extranjero. Yo, a los cinco meses de inmigrante
ilegal, me retiro.
Me
gusta Atocha, me gustas tú. Me gusta el Prado, me gustas tú. Me
gusta Cibeles, me gustas tú. Me gusta Madrid. Me gusta... Me gusta
tanto... Todas las veces que he venido me la he pasado de puta madre,
incluso esta, con todo y que casi termino rodándolo en una silla de
ruedas. Aquí tengo amigos o los hago rápido, siempre está
sucediendo algo, hay tantos cafés, bares, teatros, gente de todas
partes y tantas editoriales... Me encanta Europa.
Pero
no soy tan fuerte como para seguir limpiando más pisos sin seguro
médico por ese tiempo indefinido que es la
incertidumbre de los inmigrantes. Es divertido, dadaísta y muy
enriquecedor para mí, neófita de la humildad, pero por muy
aleatorio y encantadoramente improvisado que parezca, no me veo
haciéndolo con la pasión vitalicia de quien por fin ha encontrado
su camino.
Porque
este no es mi camino. Ya me quedan, de todas maneras, muy pocos por
andar. Por todo lo demás he pasado y, temprano o menos temprano en
el mejor de los casos, los he dejado: el volleyball, el contrabajo,
el cello, el oboe, el alemán, el francés, la filología española,
la psicología, las organizaciones sin fines de lucro, mi propio
periódico y todos mis trabajos (con excepción del primero, a todos
siempre termino renunciando, con esa insatisfacción crónica de la
cual adolesco).
Una
vez mi psicóloga me dejó de tarea hacer una lista de todos los
proyectos en mi vida que había dejado a medio palo. Sobrecogedor.
Típico de bipolares: en arranques de euforia quieren hacer de todo,
pero luego nada lo terminan. Típico en mí. Yo me engañaba a mí
misma pensando que era una mujer del renacimiento. Y aun así, en esa
ambición delirante por querer hacerlo todo al menos una vez, aunque
sea por un minuto, en esa enfermedad de querer vivir muchas vidas en
una, ha habido una constante: escribir. Lo único que ha estado ahí
en la depresión y en la euforia. Siempre.
¿Y
por qué, entonces, no soy yo escritora todavía? ¿Que no es ese mi
sueño, tan grande como lo es darle la vuelta al mundo y encontrar al
hombre de mi vida? ¿Y alguna vez lo he tratado con todas las ganas,
más allá de escribir para mí misma, para lo que dicten los
trabajos de mierda como periodista que he tenido y para alguno que
otro concurso esporádico? ¿No creo lo suficientemente en mí misma?
¿No es momento que decida hacer algo con mi vida con mayor
proyección a futuro más allá de unos meses, por primera vez desde
que empezó el periodo dadaísta hace más de tres años? ¿Que no
puedo ser lo suficientemente buena para escribir?
Y
de pronto, es una revelación. Yo tendría que
dedicarme a escribir. Escribir, la única constante, aparte de los
hombres y de viajar. Eso quiero. Ser escritora. Y aún no lo he
intentado.
Aunque
conmigo nunca se sabe porque la impredecibilidad es mi enfermedad (un
día clases de rumano, al siguiente ganas de ser bailarina de tango y
a la que viene voluntaria para hacer prótesis de materiales
reciclados para las víctimas de la guerra en Sierra Leona), creo
haber llegado esta noche a una conclusión trascendental de hacia
dónde quiero ir con mi vida.
En
fin, después de escuchar un concierto y zamparme un par de limonadas
(a estas alturas con tanto medicamento debo de ser radioactiva, de
modo que no quiero arriesgarme con una ignición alcohólica justo
antes de viajar por más de 13 horas) nos vamos caminando a Atocha y
paramos a cenar.
Es
un sitio donde venden unos sándwiches pequeños con un centenar
literal de ingredientes, sin hipérbole númerica de por medio.
Pufffff... Se me antoja uno de salmón. Hay un papelito para que
apuntés el número del sabor que querés y salmón es el 13. Y hoy
es 13. Mi última noche en Madrid. Trece de noviembre. Mi última
noche en Europa. Mi última noche y en Madrid, mi última noche y en
España. Mi última noche y vos no estás.
Entonces,
me queda todo tan claro... De mis amigos cercanos en Madrid, de esos
que son mis amigos más allá del Facebook, que yo no perdono no
verlos si estoy en la misma ciudad, esos compas que son de la vida
real, los que cuentan, están todos aquí: Pilar y Sandra. Miguel se
encuentra en Londres. Y Fernando me he dado cuenta que por tarada no
me he fijado y he perdido una llamada suya en el celular. Pero todos
aquellos que al menos me quieren un poquito han hecho el esfuerzo por
verme y me han respondido. Mis amigos. Todos menos vos.
Todos
menos vos, que este fin de semana pudiste venir, pero que no lo
hiciste porque creíste que me tiraría a tu cuello recintándote que
te amo, como si hubiera nacido solo para amarte, para honrarte y
respetarte en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la
pobreza hasta que la muerte me separe de tu recuerdo inútil porque
vos, la verdad, nunca has estado ahí. Y claro, porque creíste que
iba a llover.
Pero
no llueve. Quizás la nube que tanto me ha seguido, finalmente, se ha
ido. Y me queda tan claro que ni siquiera, ni siquiera como amigos...
Y pude haberte necesitado, como amigo, con lo mal que me encontraba.
No para quedarme en tu casa, no para que al menos me ayudaras a
cargar con la mochila cuando como anoche no podía levantarme del
asiento del avión ni menos tomar el bus desde el aeropuerto, no para
pasar todo el día entero juntos, no para un pinche café... Esas
cosas las hiciste por mí ya alguna vez y te las agradeceré toda la
vida.
Pero
en esta ocasión no. En esta ocasión me queda claro que yo ni soy
amiga ya para vos: al menos si yo te interesara un poquito como
compa, al menos, o no sé, al menos yo lo hubiera hecho por vos, si
sé que vas a venir a mi país y yo estoy ahí, aunque no sea en la
misma ciudad, mínimo te dejo mi número por si necesitás algo,
sepás que estoy yo ahí, como amiga, si ocupás algo estaré ahí
para ayudarte, al menos, al menos... pero no.
Yo
de vos no sé ni dónde estás. Sólo sé que no estás en mi vida.
El final de esta historia
Aún
es difícil pronosticar si ambas decisiones que he tomado esta noche
serán a largo plazo. La última noche, de actividades muy simples,
nada espectaculares (pero tampoco tan planas como quedarme en cama
sintiéndome miserable) ha resultado una interesante conclusión del
viaje. Y aunque conmigo nunca se sabe (soy impulsiva y olvido
rápido), puede ser que este periodo dadaísta, tal y como lo
conocemos, haya llegado a su fin.
Es 13 de noviembre de 2011. Se va
Berlusconi del poder. Se va este dolor de espalda que, en mis horas
más tenebrosas, creí sería para siempre. Me voy de Europa. Pero
vos te quedás aquí, a celebrar con las copas vacías el gusto de no
habernos conocido...