Nunca, pero nunca, se me olvidará, mientras viva, ese día. Fue uno de esos días de revelación
trascendental. Uno de esos que marcan un antes y un después. De epifanía. De iluminación. Un día que
constituye una página en blanco entre el antiguo y el nuevo
testamento, si se quiere, para proseguir con la analogía bíblica,
delirio de muchos.
Tenía 12 años. Estaba aplicando para
un nuevo colegio y, como parte del proceso de admisión, requerían
un examen psicológico para todos los aspirantes. Era, como suelen
ser los exámenes psicológicos rutinarios para ver cuán demente
puede ser un carajillo a tan temprana edad, bastante sencillo.
Consistía, básicamente, en dibujar una familia.
Crayolas en mano, esbocé, con mi
capacidad artística que se quedó estancada en segundo grado, lo
obvio: un papá, una mamá y tres hijos (aclaro que mi generación
está formada por una extensa cantidad de tríos de retoños. La
próxima, tal parece, dibujará un dúo modelo, ojalá y “sea la
parejita”). También incluí un perro, por supuesto. En fin, una
familia. Según yo, había pasado automáticamente el examen.
“¿Esta es su familia?”, me
preguntó la psicóloga, ignorando mis cualidades pictóricas nulas,
tal vez para hacerme sentir más “normalita”
“No” contesté. Diay, era la
verdad.
“¿Y por qué no dibujó la suya?”,
fue su cuestionamiento.
Avergonzada, le dije que eran mis vecinos,
los cuales me parecían una familia muy bonita. Diay, era mentira.
Sólo que en ese momento no quise parecer tan mutante como para decir
que yo, desde que tuviera uso de razón, consideraba que no tenía
familia y que, por eso, no la podía dibujar.
Quienes sí debieron protagonizar el dibujo en cuestión
Mi familia, por supuesto, era de la
clase aberrante de los tiempos modernos, depravados e inmorales que,
por desgracia, corren hoy en día. En un censo en Sodoma y Gomorra,
seguro que hubiera sido normal.
Papá no había, para empezar, así que
patriarcalmente, desde el principio, ya la vara estaba jodida. Sin embargo, en mi casa
vivía con mi mamá, que hasta el día de hoy, lo sostengo, tiene que
ser la mejor de todas. Y si no es la mejor, mínimo, la mae queda de
finalista. Al chile. Creo en eso tan objetivamente como me lo permite
ser su hija.
También vivían mis abuelos. Mi
abuela, la verdad, me sacaba de quicio y teníamos muchas diferencias
pero, para bien o para mal, pasábamos muchas horas juntas que hoy,
cuando me acuerdo, me hacen sonreír: se inventó una casita de un
armario, me daba de comer lo que yo quería (plátano maduro, mi comida favorita hasta el día de hoy) y, aunque a veces nos queríamos tirar
el papel higiénico por la cabeza cuando había que luchar por la posesión matutina del
único baño de la casa, siempre me acuerdo de que me llamaba “mi
compañerita”. Ese título no tiene precio. Como bonus extra, me
enseñó a amarrarme los zapatos a la tardía edad de 6 años, porque
mi motora fina siempre ha sido un desastre. Cuando lo conseguí, fue
la primera vez que lloré de felicidad en mi vida. Ella me enseñó
que las lágrimas sirven para más que cuando uno está triste o se
raspa un codo.
Mi abuelo fue el primer hombre
importante de mi vida. Con un marcadísimo psíndrome de Electra, lo
adoraba. LO ADORABA. Fue el que me hizo escuchar música clásica, el
que me dio el ejemplo de leer, el que me enseñó a contar más allá
de 33, el número de mi casa. Y aunque a veces el mae oliera a guaro,
a mí igual me cuadraba sentarme a hablar con él, los dos en el
sofá. Al menos dejaba que yo lo peinara como me diera la gana mientras dormía la goma. Lo
admiraba tanto y llegó a ser tan viejo, que en el fondo llegué a
creer que era inmortal. Cuando lo vi en el ataúd una noche de
verano, me parecía que no lo podíamos enterrar porque iba a
resucitar de un momento a otro. Lo mismo había pasado con mi
tortuga: sobrevivió a tantas varas que cuando se murió, la tuve
tres días en capilla hasta que comenzó a oler feo. Con mi abuelo no
se pudo hacer lo mismo, así que, al día siguiente, terminé
echándole yo misma 27 paladas simbólicas de tierra (la edad que
tenía en ese momento). Me contenté con un tatuaje en su honor y la
promesa de que reencarnará en un hijo mío.
En mi casa, también, vivían mis tías.
Una de ellas hija adoptiva de mis abuelos, por cierto, pero para
todos nosotros de dónde vino nunca ha sido, ni por asomo, algo tan
importante cómo dónde está y hacia dónde va. Según ella, la mae
tenía súper poderes y me hizo sentir la adrenalina de decidir si
quería que me “desapareciera” y me enviara a saber cuál universo
paralelo con un chasquido de dedos. Fue la misma adrenalina deliciosa
que sentí muchos años después cuando salté en bungee. Desafiar
las posibilidades. Arriesgarse por sentirse vivo Mi otra tía,
mientras tanto, es la que, hasta el día de hoy, no deja pasar uno
sólo de mis cumpleaños en blanco y que, cuando he salido del país,
es la voluntaria para irme a recibir al aeropuerto. Y un ejemplo de
una persona extremadamente fuerte.
Sus hijas, mis primas, también
vivían conmigo. Con ellas, compartí la relación amor-odio de las
hermanas. Por ellas, creo que nunca me he sentido hija única, porque
¿cómo se va a sentir uno solo cuando tiene a un par de güilas que
lo joden con la ropa que usa? (Un calzón con cola de pato de
vuelitos, admito que las maes tenían razón). ¿Cómo va a decir uno
que creció sin hermanas si con ellas jugó a un tren con las sillas
de la sala? ¿Cómo puede uno pensar lo contrario cuando la mayor
felicidad era que no fueran a clases para que se quedaran jugando
todo el día, así fuera a costa de pegarles las paperas
maquiavélicamente? Y aún así, cuando yo iba a la escuela tenía
que asumir que era hija única, aunque el dedo entablillado por la
justa causa de sentarse en la misma silla del comedor dijera lo
contrario.
A mi hermano lo conocí cuando tenía
17 años. Ha sido uno de los momentos más felices de mi vida y que
siempre cuento cuando tengo la oportunidad, porque me hace sonreír
con tal fuerza, que temo que un día me dé una parálisis facial y me
quede con las comisuras arriba el resto de mis días. Igual, me
arriesgo, porque él me hace inmensamente feliz. No importa que nos
hayamos pasado la que ahora es casi la mitad de nuestras vidas
separados, sin saber nada uno del otro. Igual, él es mi hermano.
Para terminar de rematar el cuadro
familiar, mientras crecía, en mi casa no teníamos sólo un perro, si
no tres, además de pericos, tortugas, pájaros, y algunos pollos que
desaparecían misteriosamente según la temporada. Nunca tuvimos un
gato, pero bueno, no hay familia perfecta.
Durante años, cada vez que me pedían
dibujar una familia, me convencía a mí misma diciéndome que no los
dibujaba a todos porque eran muchos y no cabían en la hoja. Después
de más tiempo del que fue justo, me di cuenta de que no los dibujaba porque la
sociedad me decía que ellos no eran una familia. A pesar de todo
estos momentos que me hicieron sonreír, enojarme, llorar, odiar,
amar y odiar de nuevo para volver a amar, y a pesar de que ellos me ayudaron a vivirlos, yo creía que no importaban
porque no había papá, hermanos y un único y monacal perro. Yo,
entonces, le creí a la sociedad que, quienes me rodeaban y me daban
su amor, no valían un carajo. Y los
tracioné. A ellos. A mi familia. Por casi toda mi vida.
La familia que somos
Hoy, cuando aparece Justo Orozco y
demás séquito exigiendo que defendamos la familia costarricense, lo
que se me sigue viniendo a la mente, así como casi 20 años atrás,
es mi mismo dibujo de papá, mamá, tres hijos y un perro genéricos.
Esa imagen sagrada, estereotipada, de portarretrato de Hallmark y de
Mi hogar y mi pueblo, que habita en el ideario colectivo de
nuestra sociedad, cuando la realidad es que hay familias de familias,
porque hay circunstancias de circunstancias, elecciones de
elecciones; incluso, muchas veces no es cuestión ni siquiera de
escoger, porque bien dicho es que nadie, al fin y al cabo, escoge a su
familia.
Hay familias de familias porque un día
la gente comenzó a cansarse de fingir que eran felices pretendiendo
que eran monógamos, pretendiendo que eran heterosexuales, pretendiendo
que aún se amaban cuando el amor ya se había ido hacía rato por la
ventana. Porque la infidelidad ha existido desde que el mundo es
mundo, la homosexualidad también. Los corazones rotos, ni se diga. Y
con el tiempo, la humanidad se ha dado cuenta de que no vale mantener
un escenario de matrimonio de la realeza si nadie es feliz y así, se
ha dejado de ser hipócrita poco a poco.
Yo, en lo personal, no quiero que NUNCA
nadie más se sienta como yo me sentí por muchos años. Quiero que
todo el mundo pueda sentirse orgulloso de su familia, aunque sea
diferente. No importa si es la tradicional o la peyorativamente
llamada “disfuncional”, que muchas veces es más funcional que
muchos circos que andan por ahí, viviendo en casas donde la
felicidad no entra hace rato a tomarse pero ni un café.
La familia no es la gente que comparte
tu sangre, como si eso fuera una garantía irrefutable de que el
mundo será perfecto. Tampoco un directorio legislativo que, siempre
ha de tener presidente, secretario y puestos determinados a huevo,
porque si no, está condenado al fracaso. La familia es, simplemente,
la gente que te ama y que amás. Y aunque mis conocimientos
teológicos son casi nulos y lo que voy a decir no tiene base
científica, histórica, ni nada, igual lo voy a decir: Jesús me parece que
también pensaba parecido porque en vez de quedarse con María y
José, buscó hacer una familia mucho más grande, impensable para la
mentalidad de su época.
Por eso es que yo ya no dibujo a mi
familia, más allá de que me dé pena que se den cuenta de que en
el 2012 sigo dibujando con la misma calidad que en 1989. No la
dibujo, porque mi familia está conformada hoy por una holandesa y un
par de gemelos que aún no nacen y ya adoro como mis sobrinos. Por
una argentina casada con un griego. Por un par de amigos gay que se
adoran y que me han hecho comprobar, aun más, que el amor no se fija si en
la puerta dice “damas” o “caballeros” para entrar de lleno e
inundar la habitación. Mi familia incluye una salvadoreña a quien
admiro con todo el significado que tenga esa palabra, y una mexicana
que me ha hecho reír y que ha estado ahí por mí cuando más la he
necesitado. También cuenta con un mae que aún no termino de
calificar entre amigo, hermano, novio platónico o amante a ratos,
porque es tan importante en mi vida que, simplemente, no se puede
etiquetar. Mi familia es una española adorable cuya casa es mía y
la mía es suya, y mis amigas que me hacen cumplir apuestas estúpidas
cuando pierdo jugando al parqués. Mi familia han sido 60 niños en
Mozambique, unos inmigrantes nicaragüenses, un brasileño y un
serbio que tengo por hijos adoptivos, o un italiano, una georgiana y
un argentino con los que los fines de semana iba en excursión a
aprender a volar un parapente sin manual alguno.
A mí que nadie, ABSOLUTAMENTE NADIE,
me venga a decir que esa no es mi familia, como lo hacían cuando era
niña con sus parámetros morales de 1950, a lo I love Lucy. Y
que NADIE, ABSOLUTAMENTE NADIE, le venga a decir a otros cómo debe
ser su familia para ser “familia”. Si yo no dibujo a mi familia
ya, es porque de veras, ahora sí, no me caben todos en la hoja. Y
creo que, ahora sí, soy infinitamente más feliz de poder decir que
eso es la pura y santa verdad.
Sin palabras, Andre, sin palabras!!!!
ResponderEliminarHermanita, hacía rato que no me metía a tu blog y aun me quedan muchas entradas por leer, pero hoy leí esta y me parece maravillosa e increíblemente cierto. Cada quien decide quiénes forman parte de su familia y el que diga que hay reglas en cuanto a cómo tiene que verse exactamente esa familia está tristemente equivocado. Mil gracias por formar parte de mi familia y dejarme ser parte de la tuya, TQM!!!
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