Desempleada, solterísima y con los salarios producto de recitar "Thank you for calling Bodog wagering, my name is Andrea, may I have your account number, please?" un promedio de 6048 veces, este es el relato de una mujer de 30 años, quien un buen día decidió iniciar un periodo dadaísta en su vida y subirse a un caballito de madera solo para balancearse un rato sin llegar a ninguna parte, bajo la filosofía de Charlie García: "La vida es disfrutar el paso del tiempo".

martes, 8 de marzo de 2011

El Rastro 7 años después...

La última vez que fui al Rastro, Mariano, mi amigo madrileño (podré llamarlo amigo?) me compró un espantapájaros en miniatura, con una prótesis de paja. Desde entonces, no había regresado al Rastro, el mercado dominical de Madrid, en 7 largos años. Y dentro de todo, es una suerte: si estuviera siempre al alcance de mi mano y mi bolsillo, difícilmente habría habido fin supremo. Podría gastarme fácil y peligrosamente varios cientos de euros ahí. Literalmente, me gusta un 90% de las cosas que veo. Ropa hippie. Antigüedades. Muñequitos de papel maché. Libros usados. Un bazar al aire libre que se hace cada domingo desde 1711 (este dato lo tomo de Miguel, otro superviviente de la Ruta Quetzal y quien es la Wikipedia ambulante de Madrid).
A todo esto, el ambiente increíble. En los bares alrededor del mercado, la gente se junta a comerse unas tapas y tomarse un vermut (bebida de corte alcohólico que a estas alturas no sé muy bien qué lleva, pero sabe bien). Todos de pie, junto a la barra, mientras se escucha rumba flamenca y la gente se habla a gritos. El prototipo de España que uno podría esperar.

El Rastro, dominicalmente madrileño

Más tarde, hacemos escala en otro bar, matizado con una cañita (cerveza en un vaso pequeño). Irma, Maribel, Sandra y yo estamos en nuestros 30 y es aquí donde no me siento tan mutante como muchas veces me pasa en Costa Rica. Son mujeres como yo, solteras y felices, que quieren viajar, conocer mundo y demás, antes de casarse, tener hijos y endeudarse. Qué le ve la gente de malo a esto? A tomarse un año sabático para ver más allá de las narices, aunque ya no sea uno un adolescente, pero aun con energías suficientes para cargar con una mochila de 17 kilos? No entiendo por qué la gente es tan cerrada y considera como un acto maduro y de éxito tener un carro último modelo, mucha ropa de marca y un buen apartamento, solo para verse en el mismo espejo de todos los días. Yo perdón, pero paso. Aquí por lo menos hay gente que me entiende un poco más. Sandra, quien trabaja para el fin supremo versión tica, planea cruzar el charco en septiembre. Maribel piensa vender su apartamento e irse a vender durante el verano camisetas hechas por ella misma a las playas de Andalucía. Con Irma, ya estamos planeando un hipotético viaje a Amsterdam para una semana santa que no será tan santa.
En fin, luego de un café enrumbo en metro a casa de Fernando, un couchsurfer que ha aceptado darme alojamiento un par de noches en Madrid. Este mae, que aparte de todo parece un modelo salido de una revista del Corte Inglés, es un divino: aunque tiene un tobillo quebrado y anda dando saltitos por su apartamento, me prepara un par de tragos y nos quedamos conversando hasta las y tantas de la madrugada. Esa es la magia del couchsurfing: no es solo que te ahorrás una noche. Es realmente un intercambio cultural, donde el turismo no es el típico de agencia de viajes ni de Lonely Planet. Así debería de ser el mundo: hospitalidad pura, al estilo de la antigua Grecia, donde era toda una virtud tener huéspedes y tratarlos como le gustaría que lo trataran a uno. En qué momento caimos en que todo lo que damos debe tener algo a cambio? Vivimos en un capitalismo doctrinal.
Al menos esta noche, yo, mientras converso con Fernando, le doy la espalda a ello, a las tradiciones de que a los 30 te dejó el tren si no estás casada con un bebé entre los brazos, a los hoteles caros y con vacaciones prefabricadas y producidas en línea. Estamos en un viaje dadaísta. No podria ser de otra manera.

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